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  Cultura  Sobre la suerte
Cultura

Sobre la suerte

julio 5, 2025
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El 6 de julio de 1957, una serie de carambolas provocó que un jovencísimo John Lennon conociera a un jovencísimo Paul McCartney en la iglesia de San Pedro de Woolton
En La edad dorada (1873), uno de los personajes de Mark Twain y Charles Dudley Warner se guarda un artículo de prensa donde se afirma que la Historia no se repite, aunque “las caleidoscópicas combinaciones del presente” suelan parecer hijas de “fragmentos de leyendas antiguas”. Por algún motivo, alguien echó atrevimiento al asunto y dijo que Twain había escrito que la Historia rima y, como no hay corcho que no flote, la cita falsa acabó en la cabeza de media humanidad. Pero su contenido, tan deudor del Marx de El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), es correcto: Siendo como somos siempre la misma especie, y jugándose como se juega todo en los mismos tableros –poder, dinero, amor y poco más–, lo raro sería que no rimara.

A veces, esas rimas se presentan con la máscara de la casualidad y organizan las “cadenas” de las que habló Stanislaw Lem en Chance and Order (The New Yorker, 1984) y, a veces, por ejemplo, actúan de un modo tan parecido a las repeticiones argumentales, fónicas y métricas de Virgilio en la Eneida que nunca falta quien les dé autoría y las achaque al destino, el universo o un dios. Los más, no obstante, nos atenemos a la única diosa de existencia indiscutible, la preferida de casi todos los autores clásicos, por muy creyentes que fueran: Fortuna, la suerte; y, desde luego, no intentamos desentrañar sus leyes ocultas o imaginarias, que Paul Auster resumió con elegancia en el título de una de sus obras: La música del azar (1990). Una tirada de dados es una tirada de dados; especialmente, si es ajena.

Hoy, 6 de julio, se cumple el aniversario de una de esas cadenas de casualidades de Lem. En 1957, una serie de carambolas provocó que un jovencísimo John Lennon conociera a un jovencísimo Paul McCartney en la iglesia de San Pedro de Woolton y lo invitara a integrarse en su banda, The Quarry Men, a la que se sumó días después el aún más joven George Harrison. A estas alturas, nadie puede negar que aquel encuentro revolucionó algo más que la música popular contemporánea; pero se habla menos de otra revolución que, por supuesto, fue consecuencia directa de la fundación de los Beatles: la que empezó con el estreno en 1964 –también un 6 de julio– de la película A Hard Day’s Night, dirigida por un admirador de François Truffaut y Jean-Luc Godard, de los que sacó unas cuantas ideas: Richard Lester.

La obra que se presentó aquel día en el London Pavillion no era una cinta al uso, sino una amalgama de todas las formas anteriores de dirigir películas de rock y, al mismo tiempo, una ruptura con todas ellas. La diferencia con lo que se estaba haciendo en Hollywood no podía ser más ostensible; la ideología de la meca cinematográfica de EEUU la obligaba a dar la espalda a los movimientos de la década de 1960, contracultura incluida y, por otro lado, tampoco quería salir del modelo tradicional, como había demostrado meses antes George Sidney con Elvis Presley y Viva Las Vegas. Sin embargo, Lester no estaba sometido a ese corset (se había mudado a Inglaterra en 1953), y jugó sus cartas de tal modo que cambió definitivamente el estilo y la narrativa del género y sentó las bases del vídeo musical.

Ahora bien, 1964 tenía mucha cuerda en ese sentido y, por si Lester no hubiera derrumbado ya suficientes cimientos, el injustamente olvidado Steve Binder derrumbó un par más con su dirección de The T.A.M.I. Show, cuya lista de intérpretes y grupos no tiene desperdicio: Chuck Berry, James Brown, Marvin Gaye, The Supremes, Smokey Robinson y los Rolling Stones, para empezar. Con su equipo del programa televisivo de Steve Allen, Binder transformó el concepto entero, modernizó la tecnología y abrió el camino por donde luego transitaron desde Woodstock (Michael Wadleigh, 1970) hasta Stop Making Sense (Jonathan Demme, 1984), con vías derivadas como Easy Rider (Dennis Hooper, 1969), The Rocky Horror Picture Show (Jim Sharman, 1975) y The Wall (Alan Parker, 1982). Todo lo que hoy se da por sentado en el sector es, de uno u otro modo, hijo de las innovaciones de Binder.

Para que se entienda de qué estamos hablando, el director buscaba un par de cosas relevantes; la primera, que el público fuera un personaje del espectáculo, como en un concierto real y la segunda, que se pudiera “ver el sudor” en las caras de los artistas, lo cual implicaba una “determinada colocación de la cámara” (Mojo Magazine, 2003); pero los “chicos del cine” decían que “no podía hacer eso en la gran pantalla” y, en cuanto a los productores –en este caso, la NBC–, odiaban la simple idea de que las axilas de los cantantes no estuvieran perfectamente secas. En la actualidad, cuesta creer que se pueda ser tan “remilgado”; de hecho, es posible que, quien no haya visto ni oído lo mínimo que hay que ver y oír considere que, en nuestra época, hay un exceso de lo contrario, sin darse cuenta de que el espacio comercial está subvirtiendo el espíritu subversivo de los 60 y 70 en una permanente imitación de la imitación de la imitación: en la repetición de la Historia como farsa.

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En La edad dorada (1873), uno de los personajes de Mark Twain y Charles Dudley Warner se guarda un artículo de prensa donde se afirma que la Historia no se repite, aunque “las caleidoscópicas combinaciones del presente” suelan parecer hijas de “fragmentos de leyendas antiguas”. Por algún motivo, alguien echó atrevimiento al asunto y dijo que Twain había escrito que la Historia rima y, como no hay corcho que no flote, la cita falsa acabó en la cabeza de media humanidad. Pero su contenido, tan deudor del Marx de El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), es correcto: Siendo como somos siempre la misma especie, y jugándose como se juega todo en los mismos tableros –poder, dinero, amor y poco más–, lo raro sería que no rimara.

A veces, esas rimas se presentan con la máscara de la casualidad y organizan las “cadenas” de las que habló Stanislaw Lem en Chance and Order (The New Yorker, 1984) y, a veces, por ejemplo, actúan de un modo tan parecido a las repeticiones argumentales, fónicas y métricas de Virgilio en la Eneida que nunca falta quien les dé autoría y las achaque al destino, el universo o un dios. Los más, no obstante, nos atenemos a la única diosa de existencia indiscutible, la preferida de casi todos los autores clásicos, por muy creyentes que fueran: Fortuna, la suerte; y, desde luego, no intentamos desentrañar sus leyes ocultas o imaginarias, que Paul Auster resumió con elegancia en el título de una de sus obras: La música del azar (1990). Una tirada de dados es una tirada de dados; especialmente, si es ajena.

Hoy, 6 de julio, se cumple el aniversario de una de esas cadenas de casualidades de Lem. En 1957, una serie de carambolas provocó que un jovencísimo John Lennon conociera a un jovencísimo Paul McCartney en la iglesia de San Pedro de Woolton y lo invitara a integrarse en su banda, The Quarry Men, a la que se sumó días después el aún más joven George Harrison. A estas alturas, nadie puede negar que aquel encuentro revolucionó algo más que la música popular contemporánea; pero se habla menos de otra revolución que, por supuesto, fue consecuencia directa de la fundación de los Beatles: la que empezó con el estreno en 1964 –también un 6 de julio– de la película A Hard Day’s Night, dirigida por un admirador de François Truffaut y Jean-Luc Godard, de los que sacó unas cuantas ideas: Richard Lester.

La obra que se presentó aquel día en el London Pavillion no era una cinta al uso, sino una amalgama de todas las formas anteriores de dirigir películas de rock y, al mismo tiempo, una ruptura con todas ellas. La diferencia con lo que se estaba haciendo en Hollywood no podía ser más ostensible; la ideología de la meca cinematográfica de EEUU la obligaba a dar la espalda a los movimientos de la década de 1960, contracultura incluida y, por otro lado, tampoco quería salir del modelo tradicional, como había demostrado meses antes George Sidney con Elvis Presley y Viva Las Vegas. Sin embargo, Lester no estaba sometido a ese corset (se había mudado a Inglaterra en 1953), y jugó sus cartas de tal modo que cambió definitivamente el estilo y la narrativa del género y sentó las bases del vídeo musical.

Ahora bien, 1964 tenía mucha cuerda en ese sentido y, por si Lester no hubiera derrumbado ya suficientes cimientos, el injustamente olvidado Steve Binder derrumbó un par más con su dirección de The T.A.M.I. Show, cuya lista de intérpretes y grupos no tiene desperdicio: Chuck Berry, James Brown, Marvin Gaye, The Supremes, Smokey Robinson y los Rolling Stones, para empezar. Con su equipo del programa televisivo de Steve Allen, Binder transformó el concepto entero, modernizó la tecnología y abrió el camino por donde luego transitaron desde Woodstock (Michael Wadleigh, 1970) hasta Stop Making Sense (Jonathan Demme, 1984), con vías derivadas como Easy Rider (Dennis Hooper, 1969), The Rocky Horror Picture Show (Jim Sharman, 1975) y The Wall (Alan Parker, 1982). Todo lo que hoy se da por sentado en el sector es, de uno u otro modo, hijo de las innovaciones de Binder.

Para que se entienda de qué estamos hablando, el director buscaba un par de cosas relevantes; la primera, que el público fuera un personaje del espectáculo, como en un concierto real y la segunda, que se pudiera “ver el sudor” en las caras de los artistas, lo cual implicaba una “determinada colocación de la cámara” (Mojo Magazine, 2003); pero los “chicos del cine” decían que “no podía hacer eso en la gran pantalla” y, en cuanto a los productores –en este caso, la NBC–, odiaban la simple idea de que las axilas de los cantantes no estuvieran perfectamente secas. En la actualidad, cuesta creer que se pueda ser tan “remilgado”; de hecho, es posible que, quien no haya visto ni oído lo mínimo que hay que ver y oír considere que, en nuestra época, hay un exceso de lo contrario, sin darse cuenta de que el espacio comercial está subvirtiendo el espíritu subversivo de los 60 y 70 en una permanente imitación de la imitación de la imitación: en la repetición de la Historia como farsa.

“Todo fluye”, dijo Heráclito (según Platón). Hacia dónde fluye es cuestión aparte y, puesto que estamos con la suerte y las casualidades, casi sería un pecado que no mencionara la anécdota principal del rodaje de The T.A.M.I. Show: el detalle aparentemente sin importancia de que James Brown actuara antes que los entonces no muy conocidos Stones y se llevara el gato al agua. Mick Jagger, gran admirador de Brown, aprendió mucho ese día. ¿Habrían sido los Stones lo mismo de no haberse dado esa circunstancia? Tal vez. ¿Habría habido Beatles sin el encuentro de Woolton? Difícilmente. ¿Se habría rodado A Hard Day’s Night sin el álbum del mismo nombre? No, claro. Sin embargo, la suerte no está en todo, como bien puntualizó Manuel Thesauro en su Filosofía moral derivada (1682) al escribir que «Virgilio, leyendo a Ennio, sacaba oro del estiércol» y que otros, «leyendo a Virgilio, sacaban estiércol del oro». Ni la propia Fortuna hace milagros.  

En La edad dorada (1873), uno de los personajes de Mark Twain y Charles Dudley Warner se guarda un artículo de prensa donde se afirma que la Historia no se repite, aunque “las caleidoscópicas combinaciones del presente” suelan parecer hijas de “fragmentos de leyendas antiguas”. Por algún motivo, alguien echó atrevimiento al asunto y dijo que Twain había escrito que la Historia rima y, como no hay corcho que no flote, la cita falsa acabó en la cabeza de media humanidad. Pero su contenido, tan deudor del Marx de El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), es correcto: Siendo como somos siempre la misma especie, y jugándose como se juega todo en los mismos tableros –poder, dinero, amor y poco más–, lo raro sería que no rimara.

A veces, esas rimas se presentan con la máscara de la casualidad y organizan las “cadenas” de las que habló Stanislaw Lem en Chance and Order (The New Yorker, 1984) y, a veces, por ejemplo, actúan de un modo tan parecido a las repeticiones argumentales, fónicas y métricas de Virgilio en la Eneida que nunca falta quien les dé autoría y las achaque al destino, el universo o un dios. Los más, no obstante, nos atenemos a la única diosa de existencia indiscutible, la preferida de casi todos los autores clásicos, por muy creyentes que fueran: Fortuna, la suerte; y, desde luego, no intentamos desentrañar sus leyes ocultas o imaginarias, que Paul Auster resumió con elegancia en el título de una de sus obras: La música del azar (1990). Una tirada de dados es una tirada de dados; especialmente, si es ajena.

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