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  Internacional  Ni tierra ni sustento: colonos y soldados convierten la cosecha de la aceituna en una pesadilla para los palestinos
Internacional

Ni tierra ni sustento: colonos y soldados convierten la cosecha de la aceituna en una pesadilla para los palestinos

noviembre 1, 2025
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La expansión de los asentamientos ilegales durante la guerra y la difusa línea entre colonos y ejército israelí han hecho de esta temporada una de las más difíciles en CisjordaniaLos árboles que cuentan la historia de la Palestina que un día fue y que Israel quiere erradicar
Afaf abu Alia se siente viva en otoño, cuando la aceituna verdea y el pueblo sale a ordeñar su parte de los 12,5 millones de olivos que hay en Cisjordania. “Dios mío, cómo lo disfruto. Ver el campo lleno es la mejor sensación del mundo”, cuenta con la timidez de una niña esta mujer de 53 años.

El cardenal del ojo derecho no le quita la sonrisa. Habla con emoción de su niñez entre los olivos de Mogáyer, al norte de Ramala, y también de la cosecha de este año, la más dura de su vida. En agosto, un grupo de colonos israelíes bajó a la aldea desde su asentamiento ilegal con garrotes y una amenaza: “Esta tierra ahora es nuestra”. Poco antes de que empezara la temporada, arrancaron y quemaron los 3.000 árboles de los que su familia lleva décadas viviendo.

La gente de Mogáyer llegó a un acuerdo con sus vecinos de Turmusaya, un pueblo del mismo valle donde aún quedaba un minúsculo olivar. Acordaron que lo que rindiera lo dividirían entre todos.

El 19 de octubre, Afaf levantó la mirada del único olivo al que le había conseguido echar mano aquel día. A su alrededor, todo el mundo corría. Habían llegado los colonos, los mismos que dos meses antes la habían echado de su tierra. Les acompañaban militares israelíes que rociaron el campo con gas pimienta. Afaf se mareó y no supo huir. Una veintena de hombres jóvenes se acercó a la mujer, sola bajo un olivo. La apalearon y la patearon hasta que perdió litros de sangre. Le quemaron el coche con dos sacos de aceitunas dentro. Y le dejaron una hemorragia cerebral por la que tuvo que ingresar en la UCI, cuenta.

“Estábamos contentos por haber encontrado una solución”, dice. “No sé de qué vamos a vivir este año”, reconoce desde un salón invadido por las moscas de sus ovejas, que desde este verano tampoco han podido salir a pastar.

Son los colonos los que dan las órdenes. Le dan instrucciones al ejército y a la policía, es algo que he visto con mis propios ojos: les entregan mapas, delimitan las zonas que quieren controlar y los soldados las convierten en áreas militares

Abu Samra
— Campesino palestino

Entre el de Afaf y el resto de los valles de Palestina, los olivos cambian. El baladi —‘del país’— es el más común en todo el territorio, crece en tierra seca y da un aceite picante y dorado. En los campos verdes del norte también son frecuentes los suri, que deben su nombre a la ciudad libanesa de Tiro, y los rumi, traídos hace tres milenios por los romanos. La sequía y los vientos cálidos de este año han afectado más al sur y a los valles, y en las montañas la lluvia ha salvado la cosecha. Sin embargo, de Yenín a Hebrón hay un fenómeno tan implacable como el tiempo que ha castigado por igual a cada rincón de Cisjordania: una colonización del territorio que, desde el 7 de octubre de 2023, se ha vuelto salvaje y arrolladora.

Durante los dos años de guerra en Gaza, los 196 asentamientos que había en Palestina y que eran ilegales, incluso según la ley israelí, se han convertido en 310, según un estudio de la Organización para la Liberación de Palestina. Estas colonias ilegales, llamadas en inglés outposts, actúan como avanzadillas estratégicas en lo alto de colinas desde las que los israelíes controlan los valles y sus pueblos.

Sobre Mogáyer y Turmusaya hay siete colinas. Awad Abu Samra, de 59 años, vive en la casa más cercana al asentamiento ilegal de Adei Ad (‘Para Siempre’), fundado en la década de 1990 sobre un terreno robado a sus abuelos. En la parte que le quedó a Abu Samra, un colono ha plantado este año una tienda de campaña donde vive con sus cuatro hijos y sus veinte ovejas. “Temo que, igual que mis abuelos no pudieron defender su tierra, yo no sea capaz de dejarles esta casa a mis nietos”, lamenta.

Un grupo de soldados bloquea el acceso a sus tierras a los habitantes de Sair, en Hebrón.

Los colonos israelíes se han servido de una gran baza para levantar estos 116 asentamientos ilegales en los últimos dos años: el apoyo del propio gobierno de Benjamín Netanyahu. Desde octubre de 2023, el Estado israelí ha aprobado la construcción de 50.000 viviendas en tierras palestinas ocupadas: 38 por cada una de las 1.300 casas palestinas destruidas en el mismo periodo. Israel también se ha apropiado de 26 kilómetros cuadrados de territorio cisjordano y ha construido 139 carreteras en un suelo que según los Acuerdos de Oslo de 1993 está bajo jurisdicción palestina.

La connivencia no es solo cosa del gobierno de Netanyahu. Incluso con su partido en contra, la Knéset —el parlamento israelí— aprobó este mes de octubre en su primera lectura dos leyes por las que Israel se anexionaría todos los asentamientos, incluida una macrocolonia al este de Jerusalén. Otros órganos del Estado colaboran con un proyecto colonizador que, según la propia ley nacional, es ilegal. Abu Samra cuenta cómo, a través de Yesh Din y B’Tselem, organizaciones israelíes por los derechos humanos, varios agricultores palestinos presentaron 128 casos ante el Tribunal Superior de Justicia. “Solo ganamos uno de los juicios”, declara.

Para el expolio de tierras palestinas también es imprescindible la colaboración del ejército, que no solo se mantiene impasible ante los ataques de colonos; según el periódico israelí Haaretz, el Ministerio de Asentamientos y Misiones Nacionales tiene un papel vital, pues suministra a los asentamientos drones y vehículos todoterreno. “Desde que comenzó la guerra en Gaza, miles de colonos han formado parte de escuadrones de seguridad y fuerzas de defensa locales, armados con armas militares, además de los habitantes de asentamientos que son soldados reclutados. Desde entonces, las fotografías de colonos armados con rifles M16 que acosan a palestinos se han convertido en algo habitual”, cuenta un artículo del diario israelí.

Eso cuando las propias tropas no acuden a la llamada de los colonos y abren fuego contra la población autóctona de Cisjordania. Entre el 1 y el 27 de octubre, la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) documentó 126 ataques contra palestinos relacionados con la cosecha de aceitunas. La OCHA reconoce, además, que en muchos casos es difícil discernir los ataques de colonos de aquellos perpetrados por el ejército. La oficina de la ONU añade que, este otoño, en los olivares de Cisjordania se han dejado ver colonos con uniforme de las Fuerzas de Defensa Israelíes, y que en algunos casos los propios asentamientos contratan a reservistas para que intervengan en sus ataques.

“Son los colonos los que dan las órdenes. Le dan instrucciones al ejército y a la policía, es algo que he visto con mis propios ojos: les entregan mapas, delimitan las zonas que quieren controlar y los soldados las convierten en áreas militares”, explica Abu Samra.

En el valle de Sair, 70 kilómetros al sur de Afaf y Abu Samra, 20 familias corren su misma suerte. Desde el pueblo bajan camionetas cargadas de gente —hombres y mujeres, niños y ancianos—. Es la primera vez que se acercan desde junio, cuando los colonos de Metzad y Pnei Kedem los echaron de sus casas en lo alto de la colina. En la falda del monte, sus olivos aparecen ahora quemados, y desde la carretera el campo parece más gris que verde.

Un soldado israelí muestra la orden del ejército que delimita los olivares de Sair como zona militar.

El asfalto que lleva al olivar está lleno de piedras. Es el décimo día de cosecha y no ha habido una jornada este año en la que los adolescentes que ahora ocupan las casas de los palestinos no les hayan asaltado. Los vecinos que van llegando a las tierras miran hacia arriba por si la historia se vuelve a repetir. Y en efecto: sobre las ocho y media de la mañana, uno de ellos advierte que por las terrazas empiezan a bajar tres muchachos con palos y ganas de guerra.

Antes de que los colonos lleguen abajo, cinco todoterrenos militarizados irrumpen en la escena. Un primer soldado sale del coche con un mapa de la aldea. En el centro del folio, un cuadrado rojo. “Tenéis cuatro minutos para iros. Estáis en zona militar”, dice en hebreo.

El resto de militares forma una pantalla que empuja a las familias por la carretera que sube al pueblo. Los tres jóvenes colonos ya han bajado, y se han colocado detrás del destacamento. Acompañan a los soldados un paso por detrás. Mientras unos barren a los palestinos de los olivares, otros celebran estar pisando una tierra sin la que 20 familias no van a tener de qué vivir este año.

“Es una sensación terrible, no hay nada peor que ver cómo te quitan algo tan preciado delante de ti y saber que no puedes hacer nada”, cuenta Fares Tarawa, con el saco al hombro. Su primo, Yusef, añade: “Lo peor no es que no nos dejen entrar en nuestra tierra, sino lo que hacen con ella. Queman árboles antiguos, los arrancan, los envenenan. No saben cómo es la naturaleza aquí, y sacan a sus ovejas para que se coman las aceitunas”. Según la Comisión de Resistencia contra el Muro y los Asentamientos, desde el 7 de octubre de 2023 los colonos y el ejército israelí han dañado 48.728 árboles, 37.237 de ellos olivos. “Lo que hacen es irreparable”, explica a este diario Mahmoud Fatafta, portavoz del Ministerio de Agricultura palestino. La expansión de los asentamientos ilegales durante la guerra y la difusa línea entre colonos y ejército israelí han hecho de esta temporada una de las más difíciles en CisjordaniaLos árboles que cuentan la historia de la Palestina que un día fue y que Israel quiere erradicar
Afaf abu Alia se siente viva en otoño, cuando la aceituna verdea y el pueblo sale a ordeñar su parte de los 12,5 millones de olivos que hay en Cisjordania. “Dios mío, cómo lo disfruto. Ver el campo lleno es la mejor sensación del mundo”, cuenta con la timidez de una niña esta mujer de 53 años.

El cardenal del ojo derecho no le quita la sonrisa. Habla con emoción de su niñez entre los olivos de Mogáyer, al norte de Ramala, y también de la cosecha de este año, la más dura de su vida. En agosto, un grupo de colonos israelíes bajó a la aldea desde su asentamiento ilegal con garrotes y una amenaza: “Esta tierra ahora es nuestra”. Poco antes de que empezara la temporada, arrancaron y quemaron los 3.000 árboles de los que su familia lleva décadas viviendo.

La gente de Mogáyer llegó a un acuerdo con sus vecinos de Turmusaya, un pueblo del mismo valle donde aún quedaba un minúsculo olivar. Acordaron que lo que rindiera lo dividirían entre todos.

El 19 de octubre, Afaf levantó la mirada del único olivo al que le había conseguido echar mano aquel día. A su alrededor, todo el mundo corría. Habían llegado los colonos, los mismos que dos meses antes la habían echado de su tierra. Les acompañaban militares israelíes que rociaron el campo con gas pimienta. Afaf se mareó y no supo huir. Una veintena de hombres jóvenes se acercó a la mujer, sola bajo un olivo. La apalearon y la patearon hasta que perdió litros de sangre. Le quemaron el coche con dos sacos de aceitunas dentro. Y le dejaron una hemorragia cerebral por la que tuvo que ingresar en la UCI, cuenta.

“Estábamos contentos por haber encontrado una solución”, dice. “No sé de qué vamos a vivir este año”, reconoce desde un salón invadido por las moscas de sus ovejas, que desde este verano tampoco han podido salir a pastar.

Son los colonos los que dan las órdenes. Le dan instrucciones al ejército y a la policía, es algo que he visto con mis propios ojos: les entregan mapas, delimitan las zonas que quieren controlar y los soldados las convierten en áreas militares

Abu Samra
— Campesino palestino

Entre el de Afaf y el resto de los valles de Palestina, los olivos cambian. El baladi —‘del país’— es el más común en todo el territorio, crece en tierra seca y da un aceite picante y dorado. En los campos verdes del norte también son frecuentes los suri, que deben su nombre a la ciudad libanesa de Tiro, y los rumi, traídos hace tres milenios por los romanos. La sequía y los vientos cálidos de este año han afectado más al sur y a los valles, y en las montañas la lluvia ha salvado la cosecha. Sin embargo, de Yenín a Hebrón hay un fenómeno tan implacable como el tiempo que ha castigado por igual a cada rincón de Cisjordania: una colonización del territorio que, desde el 7 de octubre de 2023, se ha vuelto salvaje y arrolladora.

Durante los dos años de guerra en Gaza, los 196 asentamientos que había en Palestina y que eran ilegales, incluso según la ley israelí, se han convertido en 310, según un estudio de la Organización para la Liberación de Palestina. Estas colonias ilegales, llamadas en inglés outposts, actúan como avanzadillas estratégicas en lo alto de colinas desde las que los israelíes controlan los valles y sus pueblos.

Sobre Mogáyer y Turmusaya hay siete colinas. Awad Abu Samra, de 59 años, vive en la casa más cercana al asentamiento ilegal de Adei Ad (‘Para Siempre’), fundado en la década de 1990 sobre un terreno robado a sus abuelos. En la parte que le quedó a Abu Samra, un colono ha plantado este año una tienda de campaña donde vive con sus cuatro hijos y sus veinte ovejas. “Temo que, igual que mis abuelos no pudieron defender su tierra, yo no sea capaz de dejarles esta casa a mis nietos”, lamenta.

Un grupo de soldados bloquea el acceso a sus tierras a los habitantes de Sair, en Hebrón.

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La connivencia no es solo cosa del gobierno de Netanyahu. Incluso con su partido en contra, la Knéset —el parlamento israelí— aprobó este mes de octubre en su primera lectura dos leyes por las que Israel se anexionaría todos los asentamientos, incluida una macrocolonia al este de Jerusalén. Otros órganos del Estado colaboran con un proyecto colonizador que, según la propia ley nacional, es ilegal. Abu Samra cuenta cómo, a través de Yesh Din y B’Tselem, organizaciones israelíes por los derechos humanos, varios agricultores palestinos presentaron 128 casos ante el Tribunal Superior de Justicia. “Solo ganamos uno de los juicios”, declara.

Para el expolio de tierras palestinas también es imprescindible la colaboración del ejército, que no solo se mantiene impasible ante los ataques de colonos; según el periódico israelí Haaretz, el Ministerio de Asentamientos y Misiones Nacionales tiene un papel vital, pues suministra a los asentamientos drones y vehículos todoterreno. “Desde que comenzó la guerra en Gaza, miles de colonos han formado parte de escuadrones de seguridad y fuerzas de defensa locales, armados con armas militares, además de los habitantes de asentamientos que son soldados reclutados. Desde entonces, las fotografías de colonos armados con rifles M16 que acosan a palestinos se han convertido en algo habitual”, cuenta un artículo del diario israelí.

Eso cuando las propias tropas no acuden a la llamada de los colonos y abren fuego contra la población autóctona de Cisjordania. Entre el 1 y el 27 de octubre, la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) documentó 126 ataques contra palestinos relacionados con la cosecha de aceitunas. La OCHA reconoce, además, que en muchos casos es difícil discernir los ataques de colonos de aquellos perpetrados por el ejército. La oficina de la ONU añade que, este otoño, en los olivares de Cisjordania se han dejado ver colonos con uniforme de las Fuerzas de Defensa Israelíes, y que en algunos casos los propios asentamientos contratan a reservistas para que intervengan en sus ataques.

“Son los colonos los que dan las órdenes. Le dan instrucciones al ejército y a la policía, es algo que he visto con mis propios ojos: les entregan mapas, delimitan las zonas que quieren controlar y los soldados las convierten en áreas militares”, explica Abu Samra.

En el valle de Sair, 70 kilómetros al sur de Afaf y Abu Samra, 20 familias corren su misma suerte. Desde el pueblo bajan camionetas cargadas de gente —hombres y mujeres, niños y ancianos—. Es la primera vez que se acercan desde junio, cuando los colonos de Metzad y Pnei Kedem los echaron de sus casas en lo alto de la colina. En la falda del monte, sus olivos aparecen ahora quemados, y desde la carretera el campo parece más gris que verde.

Un soldado israelí muestra la orden del ejército que delimita los olivares de Sair como zona militar.

El asfalto que lleva al olivar está lleno de piedras. Es el décimo día de cosecha y no ha habido una jornada este año en la que los adolescentes que ahora ocupan las casas de los palestinos no les hayan asaltado. Los vecinos que van llegando a las tierras miran hacia arriba por si la historia se vuelve a repetir. Y en efecto: sobre las ocho y media de la mañana, uno de ellos advierte que por las terrazas empiezan a bajar tres muchachos con palos y ganas de guerra.

Antes de que los colonos lleguen abajo, cinco todoterrenos militarizados irrumpen en la escena. Un primer soldado sale del coche con un mapa de la aldea. En el centro del folio, un cuadrado rojo. “Tenéis cuatro minutos para iros. Estáis en zona militar”, dice en hebreo.

El resto de militares forma una pantalla que empuja a las familias por la carretera que sube al pueblo. Los tres jóvenes colonos ya han bajado, y se han colocado detrás del destacamento. Acompañan a los soldados un paso por detrás. Mientras unos barren a los palestinos de los olivares, otros celebran estar pisando una tierra sin la que 20 familias no van a tener de qué vivir este año.

“Es una sensación terrible, no hay nada peor que ver cómo te quitan algo tan preciado delante de ti y saber que no puedes hacer nada”, cuenta Fares Tarawa, con el saco al hombro. Su primo, Yusef, añade: “Lo peor no es que no nos dejen entrar en nuestra tierra, sino lo que hacen con ella. Queman árboles antiguos, los arrancan, los envenenan. No saben cómo es la naturaleza aquí, y sacan a sus ovejas para que se coman las aceitunas”. Según la Comisión de Resistencia contra el Muro y los Asentamientos, desde el 7 de octubre de 2023 los colonos y el ejército israelí han dañado 48.728 árboles, 37.237 de ellos olivos. “Lo que hacen es irreparable”, explica a este diario Mahmoud Fatafta, portavoz del Ministerio de Agricultura palestino.  

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La gente de Mogáyer llegó a un acuerdo con sus vecinos de Turmusaya, un pueblo del mismo valle donde aún quedaba un minúsculo olivar. Acordaron que lo que rindiera lo dividirían entre todos.

El 19 de octubre, Afaf levantó la mirada del único olivo al que le había conseguido echar mano aquel día. A su alrededor, todo el mundo corría. Habían llegado los colonos, los mismos que dos meses antes la habían echado de su tierra. Les acompañaban militares israelíes que rociaron el campo con gas pimienta. Afaf se mareó y no supo huir. Una veintena de hombres jóvenes se acercó a la mujer, sola bajo un olivo. La apalearon y la patearon hasta que perdió litros de sangre. Le quemaron el coche con dos sacos de aceitunas dentro. Y le dejaron una hemorragia cerebral por la que tuvo que ingresar en la UCI, cuenta.

“Estábamos contentos por haber encontrado una solución”, dice. “No sé de qué vamos a vivir este año”, reconoce desde un salón invadido por las moscas de sus ovejas, que desde este verano tampoco han podido salir a pastar.

Son los colonos los que dan las órdenes. Le dan instrucciones al ejército y a la policía, es algo que he visto con mis propios ojos: les entregan mapas, delimitan las zonas que quieren controlar y los soldados las convierten en áreas militares

Abu Samra
— Campesino palestino

Entre el de Afaf y el resto de los valles de Palestina, los olivos cambian. El baladi —‘del país’— es el más común en todo el territorio, crece en tierra seca y da un aceite picante y dorado. En los campos verdes del norte también son frecuentes los suri, que deben su nombre a la ciudad libanesa de Tiro, y los rumi, traídos hace tres milenios por los romanos. La sequía y los vientos cálidos de este año han afectado más al sur y a los valles, y en las montañas la lluvia ha salvado la cosecha. Sin embargo, de Yenín a Hebrón hay un fenómeno tan implacable como el tiempo que ha castigado por igual a cada rincón de Cisjordania: una colonización del territorio que, desde el 7 de octubre de 2023, se ha vuelto salvaje y arrolladora.

Durante los dos años de guerra en Gaza, los 196 asentamientos que había en Palestina y que eran ilegales, incluso según la ley israelí, se han convertido en 310, según un estudio de la Organización para la Liberación de Palestina. Estas colonias ilegales, llamadas en inglés outposts, actúan como avanzadillas estratégicas en lo alto de colinas desde las que los israelíes controlan los valles y sus pueblos.

Sobre Mogáyer y Turmusaya hay siete colinas. Awad Abu Samra, de 59 años, vive en la casa más cercana al asentamiento ilegal de Adei Ad (‘Para Siempre’), fundado en la década de 1990 sobre un terreno robado a sus abuelos. En la parte que le quedó a Abu Samra, un colono ha plantado este año una tienda de campaña donde vive con sus cuatro hijos y sus veinte ovejas. “Temo que, igual que mis abuelos no pudieron defender su tierra, yo no sea capaz de dejarles esta casa a mis nietos”, lamenta.

Un grupo de soldados bloquea el acceso a sus tierras a los habitantes de Sair, en Hebrón.

Los colonos israelíes se han servido de una gran baza para levantar estos 116 asentamientos ilegales en los últimos dos años: el apoyo del propio gobierno de Benjamín Netanyahu. Desde octubre de 2023, el Estado israelí ha aprobado la construcción de 50.000 viviendas en tierras palestinas ocupadas: 38 por cada una de las 1.300 casas palestinas destruidas en el mismo periodo. Israel también se ha apropiado de 26 kilómetros cuadrados de territorio cisjordano y ha construido 139 carreteras en un suelo que según los Acuerdos de Oslo de 1993 está bajo jurisdicción palestina.

La connivencia no es solo cosa del gobierno de Netanyahu. Incluso con su partido en contra, la Knéset —el parlamento israelí— aprobó este mes de octubre en su primera lectura dos leyes por las que Israel se anexionaría todos los asentamientos, incluida una macrocolonia al este de Jerusalén. Otros órganos del Estado colaboran con un proyecto colonizador que, según la propia ley nacional, es ilegal. Abu Samra cuenta cómo, a través de Yesh Din y B’Tselem, organizaciones israelíes por los derechos humanos, varios agricultores palestinos presentaron 128 casos ante el Tribunal Superior de Justicia. “Solo ganamos uno de los juicios”, declara.

Para el expolio de tierras palestinas también es imprescindible la colaboración del ejército, que no solo se mantiene impasible ante los ataques de colonos; según el periódico israelí Haaretz, el Ministerio de Asentamientos y Misiones Nacionales tiene un papel vital, pues suministra a los asentamientos drones y vehículos todoterreno. “Desde que comenzó la guerra en Gaza, miles de colonos han formado parte de escuadrones de seguridad y fuerzas de defensa locales, armados con armas militares, además de los habitantes de asentamientos que son soldados reclutados. Desde entonces, las fotografías de colonos armados con rifles M16 que acosan a palestinos se han convertido en algo habitual”, cuenta un artículo del diario israelí.

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Antes de que los colonos lleguen abajo, cinco todoterrenos militarizados irrumpen en la escena. Un primer soldado sale del coche con un mapa de la aldea. En el centro del folio, un cuadrado rojo. “Tenéis cuatro minutos para iros. Estáis en zona militar”, dice en hebreo.

El resto de militares forma una pantalla que empuja a las familias por la carretera que sube al pueblo. Los tres jóvenes colonos ya han bajado, y se han colocado detrás del destacamento. Acompañan a los soldados un paso por detrás. Mientras unos barren a los palestinos de los olivares, otros celebran estar pisando una tierra sin la que 20 familias no van a tener de qué vivir este año.

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