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  Cultura  Los íncubos de la Calle del Pez
Cultura

Los íncubos de la Calle del Pez

noviembre 1, 2025
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Hasta hace no muchos años, no se podía escribir la más leve crítica sobre el monarca sin desaparecer ipso facto de los grandes medios de comunicación
Vuelve un rey a sus dominios y, al parecer, con un libro. Pero claro, el rey en cuestión no es Alfonso X de Castilla y, en lugar de llegar con tratados como El libro del saber de astrología, los Juegos diversos de ajedrez, dados y tablas o esa joya de medicina y magia que es el Lapidario –atrévanse con ellos– se presenta con unas memorias, es decir, un género tanto más falso cuanto más rico, poderoso y fatuo es el personaje que está detrás. Raro es que a alguna de esas obras no se le pueda aplicar lo que escribió Juan Luis Vives (1492-1540) sobre los libros de caballerías, asunto de “hombres ociosos” dedicados a las “mentiras” que no servía “para saber ni para juzgar bien de las cosas ni para vivir, sino solamente para hacer cosquillas a la concupiscencia” (De disciplinis, en el apartado dedicado a la corrupción de las artes). Raro es que no coqueteen con el género más inverosímil de todos, el de las vidas de los santos (la hagiografía) y, desde luego, también es raro que no aneguen el mundo con sus infundios gracias al dinero y los cortesanos que los aplauden.

Sobre los hechos del partidario de “los principios del Movimiento Nacional” que ahora se pasa amablemente a la ficción, les recomiendo un texto que se intentó silenciar por múltiples vías allá por el año 2000: Un rey golpe a golpe, de Rebeca Quintáns López, quien tuvo que firmar como Patricia Sverlo para que no la echaran del periodismo. Recuerden que, hasta hace no muchos años, no se podía escribir la más leve crítica a dicho monarca sin desaparecer ipso facto de los grandes medios de comunicación; maravillas de la campechanía, tan cercana a veces al “¡se sienten, coño!”. Dicen que se ha avanzado en tal sentido, y es verdad; siempre se avanza en tal sentido: cuando Fernando VII dejó de ser piedra angular, se pudo reprobar a Fernando VII; cuando dejó de serlo Isabel II, se pudo reprobar a Isabel II, y así sucesivamente. El poder no pone el grito en el cielo si, pensando en un soberano de ayer –que no sea inseparable del hoy, puntualización obligada–, tiramos por ejemplo de Luciano de Samósata y citamos: “No trabaja. Sin fatiga disfruta de los esfuerzos ajenos, y tiene la mesa llena en todas partes, pues hasta las cabras se ordeñan para ella” (Elogio de la mosca). Como es lógico, su preocupación principal es el presente, no el pasado.

Ahora bien, un autor es un autor, por mucha corona que lleve y, si está de promoción de libro, vende un producto. Que el producto sea suyo o de otra persona es otra cuestión; hay bastantes situaciones intermedias, sin necesidad de llegar a los fantasmas literarios, antes llamados negros; pero, por supuesto, los productos suelen tener precio: en este caso, y según la página web de la casa que lo publica en España, 24,90€. Poco para un ejemplar en tapa dura; 24,90 € más de lo que debería costar, desde mi punto de vista, para un ex jefe de Estado con muchos millones que dice hablar por una cuestión de honor. “Siento que me están robando mi historia”, se queja en el extracto facilitado por la editorial francesa y, como siente que se la están robando, corre a pedir veinticinco euros a los ciudadanos y ciudadanas que han pagado su sueldo durante décadas. Aparentemente, ha leído mal El alcalde de Zalamea, de Calderón la Barca. Cuando Crespo contesta a Don Lope al final de la primera jornada, no se queda con sistémica comodidad en “al rey la hacienda y la vida/ se ha de dar”; le añade una conjunción adversativa y sentencia, sin monedas de por medio: “pero el honor/ es patrimonio del alma,/ y el alma sólo es de Dios”.

Dejando a un lado ese tema, quizá haya pecado de inexacto al afirmar de forma indirecta que las memorias de los líderes políticos son ficción, excepciones aparte. Lo son, aunque sólo sea porque, si la memoria nos engaña a todos, no hace falta ser muy listo para saber cuánto engaña a los que están en el ajo de ese juego; particularmente, si van diciendo por ahí que la Historia son ellos y que, además, es suya. Sin embargo, las memorias no apelan a la “suspensión de la realidad” que implica la literatura, sino a lo mismo que el periodismo: la pretensión de objetividad. Desde que las Acta Diurna de Julio César abrieron el camino que llevaría al primer periodismo propiamente dicho –los “avisos” de los siglos XVI y XVII– el problema de la improbable objetividad siempre ha estado en que no depende en última instancia de la veracidad de lo que se publica, sino de la confianza del lector, el oyente, la audiencia. Si no confían en el medio, no hay hecho objetivo que valga; si confían, no hay falacia que no pueda colar. Y visto así, termina resultando que el género menos ficticio de todos –y de paso, el menos dañino– es el de la ficción pura, que no tiene ninguna intención de informar.

Ya que estamos con los avisos, sería imperdonable por mi parte que no hablara de los Avisos del escritor y dramaturgo Jerónimo de Barrionuevo (1587-1671), todo un Karl Kraus de aquellos tiempos, dialéctica incluida. Quien quiera conocer mejor la vida social del barroco, lo tiene tan fácil como echar un vistazo a esa obra y a las obras similares de Andrés de Almansa y José Pellicer de Ossau. Economía, política, fiestas, asesinatos, sucesos variopintos, milagros, anécdotas de la Corte, gastronomía popular y aristocrática y alguna que otra aparición de los chicos de Belcebú, como la del 30 de junio de 1658: en aquella nota de prensa, publicada al mes siguiente, se afirmaba que dos madrileñas de la Calle del Pez se encontraron, volviendo del río Manzanares, con “dos demonios íncubos” que se dedicaron a enamorarlas “discreta y dulcemente”, dejándolas de tal suerte que la más joven murió “dentro de seis horas” y la otra, “al día siguiente”. Pero lo más interesante está en las últimas palabras de la narración, que concluye con un seco, pragmático y sin duda preperiodístico “Es cierto”. 

Es posible que, llegados a este punto, haya quien piense, grosso modo: “Menuda salida. ¿Qué tendrá que ver una chifladura de unas gentes tan atrasadas como las del siglo XVII con el siglo XXI, donde quien más y quien menos es doctor en pirotecnia aplicada al sueño de la razón? Qué tendrá que ver, ciertamente. Pues miren, quienes creían en íncubos en el XVII –un sector del pueblo, no de la élite– creían en algo racional, dado que creer en el paraíso no es separable en la cultura católica de creer en el infierno. Jerónimo de Barrionuevo era consciente de ello y, como cualquier dueño de un medio actual, daba a su público la normalidad correspondiente a la época. Lo increíble no es eso, que no ha cambiado; lo increíble es que, en el siglo XXI, abarrotado de presuntos laicos, se crea que el león del sistema se convertirá, si se espera lo suficiente, en un agradable minino y, volviendo al rey de las memorias, que la enfermedad es él y no la institución que representa. Por lo demás, 24,90 € no es el precio de ese libro, sino de nuestras tragaderas. Hasta hace no muchos años, no se podía escribir la más leve crítica sobre el monarca sin desaparecer ipso facto de los grandes medios de comunicación
Vuelve un rey a sus dominios y, al parecer, con un libro. Pero claro, el rey en cuestión no es Alfonso X de Castilla y, en lugar de llegar con tratados como El libro del saber de astrología, los Juegos diversos de ajedrez, dados y tablas o esa joya de medicina y magia que es el Lapidario –atrévanse con ellos– se presenta con unas memorias, es decir, un género tanto más falso cuanto más rico, poderoso y fatuo es el personaje que está detrás. Raro es que a alguna de esas obras no se le pueda aplicar lo que escribió Juan Luis Vives (1492-1540) sobre los libros de caballerías, asunto de “hombres ociosos” dedicados a las “mentiras” que no servía “para saber ni para juzgar bien de las cosas ni para vivir, sino solamente para hacer cosquillas a la concupiscencia” (De disciplinis, en el apartado dedicado a la corrupción de las artes). Raro es que no coqueteen con el género más inverosímil de todos, el de las vidas de los santos (la hagiografía) y, desde luego, también es raro que no aneguen el mundo con sus infundios gracias al dinero y los cortesanos que los aplauden.

Sobre los hechos del partidario de “los principios del Movimiento Nacional” que ahora se pasa amablemente a la ficción, les recomiendo un texto que se intentó silenciar por múltiples vías allá por el año 2000: Un rey golpe a golpe, de Rebeca Quintáns López, quien tuvo que firmar como Patricia Sverlo para que no la echaran del periodismo. Recuerden que, hasta hace no muchos años, no se podía escribir la más leve crítica a dicho monarca sin desaparecer ipso facto de los grandes medios de comunicación; maravillas de la campechanía, tan cercana a veces al “¡se sienten, coño!”. Dicen que se ha avanzado en tal sentido, y es verdad; siempre se avanza en tal sentido: cuando Fernando VII dejó de ser piedra angular, se pudo reprobar a Fernando VII; cuando dejó de serlo Isabel II, se pudo reprobar a Isabel II, y así sucesivamente. El poder no pone el grito en el cielo si, pensando en un soberano de ayer –que no sea inseparable del hoy, puntualización obligada–, tiramos por ejemplo de Luciano de Samósata y citamos: “No trabaja. Sin fatiga disfruta de los esfuerzos ajenos, y tiene la mesa llena en todas partes, pues hasta las cabras se ordeñan para ella” (Elogio de la mosca). Como es lógico, su preocupación principal es el presente, no el pasado.

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Dejando a un lado ese tema, quizá haya pecado de inexacto al afirmar de forma indirecta que las memorias de los líderes políticos son ficción, excepciones aparte. Lo son, aunque sólo sea porque, si la memoria nos engaña a todos, no hace falta ser muy listo para saber cuánto engaña a los que están en el ajo de ese juego; particularmente, si van diciendo por ahí que la Historia son ellos y que, además, es suya. Sin embargo, las memorias no apelan a la “suspensión de la realidad” que implica la literatura, sino a lo mismo que el periodismo: la pretensión de objetividad. Desde que las Acta Diurna de Julio César abrieron el camino que llevaría al primer periodismo propiamente dicho –los “avisos” de los siglos XVI y XVII– el problema de la improbable objetividad siempre ha estado en que no depende en última instancia de la veracidad de lo que se publica, sino de la confianza del lector, el oyente, la audiencia. Si no confían en el medio, no hay hecho objetivo que valga; si confían, no hay falacia que no pueda colar. Y visto así, termina resultando que el género menos ficticio de todos –y de paso, el menos dañino– es el de la ficción pura, que no tiene ninguna intención de informar.

Ya que estamos con los avisos, sería imperdonable por mi parte que no hablara de los Avisos del escritor y dramaturgo Jerónimo de Barrionuevo (1587-1671), todo un Karl Kraus de aquellos tiempos, dialéctica incluida. Quien quiera conocer mejor la vida social del barroco, lo tiene tan fácil como echar un vistazo a esa obra y a las obras similares de Andrés de Almansa y José Pellicer de Ossau. Economía, política, fiestas, asesinatos, sucesos variopintos, milagros, anécdotas de la Corte, gastronomía popular y aristocrática y alguna que otra aparición de los chicos de Belcebú, como la del 30 de junio de 1658: en aquella nota de prensa, publicada al mes siguiente, se afirmaba que dos madrileñas de la Calle del Pez se encontraron, volviendo del río Manzanares, con “dos demonios íncubos” que se dedicaron a enamorarlas “discreta y dulcemente”, dejándolas de tal suerte que la más joven murió “dentro de seis horas” y la otra, “al día siguiente”. Pero lo más interesante está en las últimas palabras de la narración, que concluye con un seco, pragmático y sin duda preperiodístico “Es cierto”. 

Es posible que, llegados a este punto, haya quien piense, grosso modo: “Menuda salida. ¿Qué tendrá que ver una chifladura de unas gentes tan atrasadas como las del siglo XVII con el siglo XXI, donde quien más y quien menos es doctor en pirotecnia aplicada al sueño de la razón? Qué tendrá que ver, ciertamente. Pues miren, quienes creían en íncubos en el XVII –un sector del pueblo, no de la élite– creían en algo racional, dado que creer en el paraíso no es separable en la cultura católica de creer en el infierno. Jerónimo de Barrionuevo era consciente de ello y, como cualquier dueño de un medio actual, daba a su público la normalidad correspondiente a la época. Lo increíble no es eso, que no ha cambiado; lo increíble es que, en el siglo XXI, abarrotado de presuntos laicos, se crea que el león del sistema se convertirá, si se espera lo suficiente, en un agradable minino y, volviendo al rey de las memorias, que la enfermedad es él y no la institución que representa. Por lo demás, 24,90 € no es el precio de ese libro, sino de nuestras tragaderas.  

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Ahora bien, un autor es un autor, por mucha corona que lleve y, si está de promoción de libro, vende un producto. Que el producto sea suyo o de otra persona es otra cuestión; hay bastantes situaciones intermedias, sin necesidad de llegar a los fantasmas literarios, antes llamados negros; pero, por supuesto, los productos suelen tener precio: en este caso, y según la página web de la casa que lo publica en España, 24,90€. Poco para un ejemplar en tapa dura; 24,90 € más de lo que debería costar, desde mi punto de vista, para un ex jefe de Estado con muchos millones que dice hablar por una cuestión de honor. “Siento que me están robando mi historia”, se queja en el extracto facilitado por la editorial francesa y, como siente que se la están robando, corre a pedir veinticinco euros a los ciudadanos y ciudadanas que han pagado su sueldo durante décadas. Aparentemente, ha leído mal El alcalde de Zalamea, de Calderón la Barca. Cuando Crespo contesta a Don Lope al final de la primera jornada, no se queda con sistémica comodidad en “al rey la hacienda y la vida/ se ha de dar”; le añade una conjunción adversativa y sentencia, sin monedas de por medio: “pero el honor/ es patrimonio del alma,/ y el alma sólo es de Dios”.

Dejando a un lado ese tema, quizá haya pecado de inexacto al afirmar de forma indirecta que las memorias de los líderes políticos son ficción, excepciones aparte. Lo son, aunque sólo sea porque, si la memoria nos engaña a todos, no hace falta ser muy listo para saber cuánto engaña a los que están en el ajo de ese juego; particularmente, si van diciendo por ahí que la Historia son ellos y que, además, es suya. Sin embargo, las memorias no apelan a la “suspensión de la realidad” que implica la literatura, sino a lo mismo que el periodismo: la pretensión de objetividad. Desde que las Acta Diurna de Julio César abrieron el camino que llevaría al primer periodismo propiamente dicho –los “avisos” de los siglos XVI y XVII– el problema de la improbable objetividad siempre ha estado en que no depende en última instancia de la veracidad de lo que se publica, sino de la confianza del lector, el oyente, la audiencia. Si no confían en el medio, no hay hecho objetivo que valga; si confían, no hay falacia que no pueda colar. Y visto así, termina resultando que el género menos ficticio de todos –y de paso, el menos dañino– es el de la ficción pura, que no tiene ninguna intención de informar.

Ya que estamos con los avisos, sería imperdonable por mi parte que no hablara de los Avisos del escritor y dramaturgo Jerónimo de Barrionuevo (1587-1671), todo un Karl Kraus de aquellos tiempos, dialéctica incluida. Quien quiera conocer mejor la vida social del barroco, lo tiene tan fácil como echar un vistazo a esa obra y a las obras similares de Andrés de Almansa y José Pellicer de Ossau. Economía, política, fiestas, asesinatos, sucesos variopintos, milagros, anécdotas de la Corte, gastronomía popular y aristocrática y alguna que otra aparición de los chicos de Belcebú, como la del 30 de junio de 1658: en aquella nota de prensa, publicada al mes siguiente, se afirmaba que dos madrileñas de la Calle del Pez se encontraron, volviendo del río Manzanares, con “dos demonios íncubos” que se dedicaron a enamorarlas “discreta y dulcemente”, dejándolas de tal suerte que la más joven murió “dentro de seis horas” y la otra, “al día siguiente”. Pero lo más interesante está en las últimas palabras de la narración, que concluye con un seco, pragmático y sin duda preperiodístico “Es cierto”. 

Es posible que, llegados a este punto, haya quien piense, grosso modo: “Menuda salida. ¿Qué tendrá que ver una chifladura de unas gentes tan atrasadas como las del siglo XVII con el siglo XXI, donde quien más y quien menos es doctor en pirotecnia aplicada al sueño de la razón? Qué tendrá que ver, ciertamente. Pues miren, quienes creían en íncubos en el XVII –un sector del pueblo, no de la élite– creían en algo racional, dado que creer en el paraíso no es separable en la cultura católica de creer en el infierno. Jerónimo de Barrionuevo era consciente de ello y, como cualquier dueño de un medio actual, daba a su público la normalidad correspondiente a la época. Lo increíble no es eso, que no ha cambiado; lo increíble es que, en el siglo XXI, abarrotado de presuntos laicos, se crea que el león del sistema se convertirá, si se espera lo suficiente, en un agradable minino y, volviendo al rey de las memorias, que la enfermedad es él y no la institución que representa. Por lo demás, 24,90 € no es el precio de ese libro, sino de nuestras tragaderas.

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