El escritor, guionista y dramaturgo Paco Bezerra escucha las palabras de Lucrecia Martell en Venecia y se suma al empeño contra el desaliento: «Mantengamos la alegría del trabajo de contar»Paul Laverty, el guionista detenido por una camiseta pro Palestina: “Israel no solo comete un genocidio, se burla del mundo con su impunidad”
Nos han hecho creer que una obra de teatro, una canción o una película no pueden cambiar el mundo, pero es totalmente falso. De hecho, lo único capaz de transformar la sociedad es la cultura; y los dueños de la Tierra lo saben. Los jefes del planeta conocen de sobra el extraordinario poder que tienen las artes para llegar a lo más profundo del espíritu de los pueblos y transformarlos. La prueba está en que cada vez que el fascismo entra por la puerta, lo primero que sale por la ventana es la libertad de expresión.
Michael Haneke, cineasta austriaco, dijo que una película no tiene la fuerza suficiente para cambiar la realidad en la que vivimos, pero, quizá, todas las películas juntas sí pueden lograrlo. Y yo estoy de acuerdo con él, porque los artistas somos como las hormigas: cada uno en su hormiguero formamos parte de una mente grupal que trabaja en una misma dirección, agitar conciencias. De ahí el afán de los totalitarismos en fiscalizar la ilustración de los pueblos, revisando las programaciones culturales antes de que estas vean la luz, controlando así lo que puede o no puede llegar a las mentes de los ciudadanos.
Al igual que existen centros deportivos para entrenar el cuerpo, también hay gimnasios para ejercitar el alma; y los monitores de esos lugares, los gimnasios del espíritu, somos nosotros: los creadores. Ese, y no otro, es nuestro deber: diseñar entrenamientos para que el alma de las personas se ensanche, coja fuerza y eché alto a volar.
Pero la Inquisición ha vuelto y los artistas, una vez más, estamos en el punto de mira. ¿Nuestro delito? Darle herramientas al pueblo para que fortalezca el juicio crítico y la capacidad de reflexión. Dicho de otro modo: nos temen porque sabemos enseñarle a la gente cómo sacar sus propias conclusiones sin necesidad de que recurran al magisterio superior de nadie que dirija su pensamiento. Y eso, directamente, dinamita la idea de poder. Pues, ¿cómo dirigir a un pueblo rebelde y sublevado que ha aprendido a pensar por sí mismo?
Nuestro reto, el de los artistas, es claro: tenemos que desenredar el entramado que los opresores han construido a nuestro alrededor con el propósito de seguir ocultándonos la verdad. Pero, ¿cómo encontrar el eje en medio de la imparable revolución tecnológica (Internet), el abrumador negacionismo (“el holocausto no existió”), el cambio climático (GEI), los cryptobros (la fiebre de los bitcoins), la gentrificación (Airb’n’b), el rechazo de la evolución biológica (“Darwin estaba equivocado”), el regreso del fascismo (Vox/PP), las aerolíneas de bajo coste (Ryanair), una pandemia mundial (Covid), un genocidio en vivo y en directo (Gaza), la democratización de la cirugía estética (bótox y otros retoques), la banalización de la política (Isabel Díaz Ayuso), la Inteligencia Artificial (IA), el teletrabajo, TikTok, el terraplanismo, los influencers, la globalización, Ana Rosa Quintana y un presidente de los EEUU (Trump) que parece un muñeco de South Park al que le han pintado la cara con una bolsa de Cheetos?
Ayer, durante la presentación de su última película en el Festival de Venecia, la cineasta argentina Lucrecia Martel se dirigió a los asistentes diciéndoles que, al igual que a muchos de nosotros, a ella también le hubiera gustado jubilarse, pero la historia nos ha puesto en esta encrucijada, colocándonos en otro tiempo: el tiempo en donde el arte y la cultura vuelven a tener una relevancia fundamental para contar lo que está sucediendo. “No estemos deprimidos”, dijo ayer la directora bajo sus insondables gafas de sol, “mantengamos la alegría del trabajo de contar porque es el bastión más importante que tiene la humanidad para pensarse a sí misma”. Y fue escuchar las palabras de Lucrecia y, rápidamente, me puse a escribir este texto. Porque creo, sinceramente, que tanto Haneke como Martel llevan más razón que un santo: no existe nada más poderoso y transformador que el arte, ni mejor momento que el actual para, una vez más, volver a pensarnos. ¿Cuál es nuestra función en este nuevo y escalofriante escenario que no ha hecho, sino empezar a asomar las orejas? La respuesta es sencilla: pónganse a trabajar. El escritor, guionista y dramaturgo Paco Bezerra escucha las palabras de Lucrecia Martell en Venecia y se suma al empeño contra el desaliento: «Mantengamos la alegría del trabajo de contar»Paul Laverty, el guionista detenido por una camiseta pro Palestina: “Israel no solo comete un genocidio, se burla del mundo con su impunidad”
Nos han hecho creer que una obra de teatro, una canción o una película no pueden cambiar el mundo, pero es totalmente falso. De hecho, lo único capaz de transformar la sociedad es la cultura; y los dueños de la Tierra lo saben. Los jefes del planeta conocen de sobra el extraordinario poder que tienen las artes para llegar a lo más profundo del espíritu de los pueblos y transformarlos. La prueba está en que cada vez que el fascismo entra por la puerta, lo primero que sale por la ventana es la libertad de expresión.
Michael Haneke, cineasta austriaco, dijo que una película no tiene la fuerza suficiente para cambiar la realidad en la que vivimos, pero, quizá, todas las películas juntas sí pueden lograrlo. Y yo estoy de acuerdo con él, porque los artistas somos como las hormigas: cada uno en su hormiguero formamos parte de una mente grupal que trabaja en una misma dirección, agitar conciencias. De ahí el afán de los totalitarismos en fiscalizar la ilustración de los pueblos, revisando las programaciones culturales antes de que estas vean la luz, controlando así lo que puede o no puede llegar a las mentes de los ciudadanos.
Al igual que existen centros deportivos para entrenar el cuerpo, también hay gimnasios para ejercitar el alma; y los monitores de esos lugares, los gimnasios del espíritu, somos nosotros: los creadores. Ese, y no otro, es nuestro deber: diseñar entrenamientos para que el alma de las personas se ensanche, coja fuerza y eché alto a volar.
Pero la Inquisición ha vuelto y los artistas, una vez más, estamos en el punto de mira. ¿Nuestro delito? Darle herramientas al pueblo para que fortalezca el juicio crítico y la capacidad de reflexión. Dicho de otro modo: nos temen porque sabemos enseñarle a la gente cómo sacar sus propias conclusiones sin necesidad de que recurran al magisterio superior de nadie que dirija su pensamiento. Y eso, directamente, dinamita la idea de poder. Pues, ¿cómo dirigir a un pueblo rebelde y sublevado que ha aprendido a pensar por sí mismo?
Nuestro reto, el de los artistas, es claro: tenemos que desenredar el entramado que los opresores han construido a nuestro alrededor con el propósito de seguir ocultándonos la verdad. Pero, ¿cómo encontrar el eje en medio de la imparable revolución tecnológica (Internet), el abrumador negacionismo (“el holocausto no existió”), el cambio climático (GEI), los cryptobros (la fiebre de los bitcoins), la gentrificación (Airb’n’b), el rechazo de la evolución biológica (“Darwin estaba equivocado”), el regreso del fascismo (Vox/PP), las aerolíneas de bajo coste (Ryanair), una pandemia mundial (Covid), un genocidio en vivo y en directo (Gaza), la democratización de la cirugía estética (bótox y otros retoques), la banalización de la política (Isabel Díaz Ayuso), la Inteligencia Artificial (IA), el teletrabajo, TikTok, el terraplanismo, los influencers, la globalización, Ana Rosa Quintana y un presidente de los EEUU (Trump) que parece un muñeco de South Park al que le han pintado la cara con una bolsa de Cheetos?
Ayer, durante la presentación de su última película en el Festival de Venecia, la cineasta argentina Lucrecia Martel se dirigió a los asistentes diciéndoles que, al igual que a muchos de nosotros, a ella también le hubiera gustado jubilarse, pero la historia nos ha puesto en esta encrucijada, colocándonos en otro tiempo: el tiempo en donde el arte y la cultura vuelven a tener una relevancia fundamental para contar lo que está sucediendo. “No estemos deprimidos”, dijo ayer la directora bajo sus insondables gafas de sol, “mantengamos la alegría del trabajo de contar porque es el bastión más importante que tiene la humanidad para pensarse a sí misma”. Y fue escuchar las palabras de Lucrecia y, rápidamente, me puse a escribir este texto. Porque creo, sinceramente, que tanto Haneke como Martel llevan más razón que un santo: no existe nada más poderoso y transformador que el arte, ni mejor momento que el actual para, una vez más, volver a pensarnos. ¿Cuál es nuestra función en este nuevo y escalofriante escenario que no ha hecho, sino empezar a asomar las orejas? La respuesta es sencilla: pónganse a trabajar.
Nos han hecho creer que una obra de teatro, una canción o una película no pueden cambiar el mundo, pero es totalmente falso. De hecho, lo único capaz de transformar la sociedad es la cultura; y los dueños de la Tierra lo saben. Los jefes del planeta conocen de sobra el extraordinario poder que tienen las artes para llegar a lo más profundo del espíritu de los pueblos y transformarlos. La prueba está en que cada vez que el fascismo entra por la puerta, lo primero que sale por la ventana es la libertad de expresión.
Michael Haneke, cineasta austriaco, dijo que una película no tiene la fuerza suficiente para cambiar la realidad en la que vivimos, pero, quizá, todas las películas juntas sí pueden lograrlo. Y yo estoy de acuerdo con él, porque los artistas somos como las hormigas: cada uno en su hormiguero formamos parte de una mente grupal que trabaja en una misma dirección, agitar conciencias. De ahí el afán de los totalitarismos en fiscalizar la ilustración de los pueblos, revisando las programaciones culturales antes de que estas vean la luz, controlando así lo que puede o no puede llegar a las mentes de los ciudadanos.
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