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  Cultura  Forugh Farrojzad, la cineasta y poeta iraní reivindicada por su desafío al régimen
Cultura

Forugh Farrojzad, la cineasta y poeta iraní reivindicada por su desafío al régimen

agosto 21, 2025
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La escritora revolucionó la literatura persa a mediados del siglo XX por su defensa de la libertad de las mujeres‘Prohibido morir aquí’, cuando la escritora Elizabeth Taylor se preguntó qué estamos haciendo con los jubilados

En el Irán de los años cincuenta, una voz de mujer hizo trastabillar los cimientos de la sociedad. No le hizo falta gritar ni usar la violencia; tan solo expresar sus inquietudes más íntimas de forma poética. Cuando el sistema corre un tupido velo, o directamente señala, juzga, criminaliza el deseo individual, manifestarse sin pudor puede ser un acto revolucionario. Quizá la literatura no puede cambiar el mundo, pero puede poner la lupa sobre la grieta que ya existe hasta hacerla tan grande que termine por derrumbar el muro. Como mínimo, todos se darán cuenta de que la fisura estaba ahí.

Esa mujer rebelde a su pesar se llamaba Forugh Farrojzad (Teherán, 1935-1967). Nació en una familia burguesa, con un padre militar que menospreciaba a sus hijas –solo le preocupaban los hijos varones– y ejerció un control férreo que provocó su salida temprana del hogar, a los dieciséis años, para casarse con su primo en contra de la voluntad de sus padres. Como muchas jóvenes, vio en el matrimonio, y en el embarazo que llegó poco después, la única forma de escapar de un hogar irrespirable. Y, como muchas jóvenes, se equivocaba: no tardó en darse cuenta de que la vida como mujer casada no la hacía feliz, a pesar de apreciar a su marido.

Un amante, con el que la relación naufragó enseguida, inclinó la balanza a favor de la separación: Forugh se divorció en una época en la que esto implicaba despedirse de su hijo –la custodia quedaba a manos de la familia paterna, sin derechos para la madre– y un estigma de por vida. Ella actuó de forma coherente consigo misma, pero se condenó. Tuvo que volver a la casa paterna, con una familia que la repudiaba. Por aquel entonces, ya había comenzado a publicar: sus libros fueron recibidos con hostilidad, tanto por el contenido, escandaloso para una mujer, como por su propia vida.
Una modernidad mutilada
El Irán del sha en el que vivió Forugh, un país de fuerte carácter anticomunista, se sumó al capitalismo y, en aras del desarrollo, permitió a las mujeres acceder a la universidad e incorporarse al mercado laboral. Se trataba, sin embargo, de una “modernidad mutilada”, como sostiene Nazanin Armanian, traductora y responsable de la edición de la obra de Farrojzad en castellano, por cuanto mantenía el régimen doméstico de dominación del hombre sobre la mujer. Ellas podían trabajar, pero no podían decidir qué hacer con su cuerpo, con su vida. Por si fuera poco, la represión de cualquier movimiento progresista (sindicatos, partidos de izquierda, organizaciones de estudiantes o feministas) era cada vez más dura.

Juzgada por la sociedad, repudiada por la familia, desdichada en amores y con el dolor enquistado por el alejamiento del hijo, Forugh se sumió en la desesperación e intentó suicidarse. Con todo, se levantó: trabajó para independizarse, sin abandonar nunca la escritura; y, aunque no se libró del estigma por haber ‘abandonado’ a su hijo ni logró que su obra fuera bien recibida por la academia (integrada, por supuesto, por hombres de valores tradicionales), la posteridad le ha dado la razón. Tras su muerte se convirtió en un mito; hoy es una figura emblemática tanto en Irán como en el extranjero, y sus libros no dejan de reeditarse ni de estudiarse.

Tarde, pero se le ha hecho justicia. En España, Forugh Farrojzad llega de la mano de la editorial Gallo Nero, que recupera Eterno anochecer. Poesía completa, que recopila los cinco títulos de la autora, cuatro publicados en vida y uno póstumo, con una traducción, notas y prólogo a cargo de la investigadora Nazanin Armanian, especializada en cultura islámica y feminismo. Dada la distancia histórica, cultural y lingüística con el ambiente en el que la autora desarrolló su obra, la labor de la traductora para acompañar al lector y situarlo en ese contexto merece una mención especial.
La escritura del yo como transgresión
Lo personal es político, más aún en una sociedad que resta valor a la intimidad como tema artístico porque le incomoda lo que esta puede revelar sobre el orden en el que se sostiene el sistema. El simple hecho de nombrar una realidad, un sentir, da visibilidad al conflicto, teje vínculos con la comunidad que lo comparte en silencio, abre una puerta al diálogo. En última instancia, puede llegar a provocar cambios sociales, o, al menos, transformar la percepción colectiva de un asunto, una preocupación que está ahí aunque muchos prefieran mirar hacia otro lado.

Lo que expresa Farrojzad en sus versos no resultaría incómodo si no fuera por la falta de derechos de las mujeres en la sociedad iraní, que invisibiliza su experiencia amorosa, y reduce su papel doméstico a su rol de esposa, madre y ama de casa, como si no tuviera derecho a enamorarse, a expresar un desengaño, a disfrutar de su sexualidad, a mirar el cuerpo masculino sin vergüenza. “No me entregaste tu corazón, aunque incendié / tu cuerpo entero. / Yo que aprendí de Venus fabulosa / el arte del embrujo y del cortejo”, escribe en Cautiva (1955), su primer poemario, que la situó como una renovadora de la poesía persa en un momento de ebullición literaria, en consonancia con los tiempos.

Era inaudito que una mujer escribiera sobre estos temas desde su subjetividad, a veces sirviéndose de figuras mitológicas como símbolos de mujeres valientes que toman la iniciativa en el cortejo, diosas desinhibidas en la experimentación del placer. También apela a la mirada masculina: por primera vez una mujer se mira a sí misma, en lugar de verse solo según el gusto del hombre, y lo observa asimismo a él, con sus luces y sus sombras: “Mas tú, varón, ser engreído / no condenes mis versos por infame […] / No digas: tus versos son profanos. / Ah, dame un buen trago de su infamia”.

Farrojzad se pone en el centro: del amor, del sexo, de la vida. Es una forma indirecta de reivindicar la independencia de las mujeres, sin enarbolar una pancarta. El segundo y el tercer poemario, Muro (1956) y Rebeldía (1958), escritos tras el divorcio, profundizan en esa línea, con motivos como los obstáculos para una mujer sola que trata de abrirse camino, el cuestionamiento de los preceptos de la religión y su propia autovalidación una vez se quita el yugo: “Al final un día me pregunté: /¿qué soy yo, de dónde vengo? […] / ¿Quién sembró en mí la semilla / del intelecto?”.
Compromiso social
Farrojzad no se resignó a la tutela masculina. Para tener su propio apartamento, se puso a buscar trabajo, y así surgió su colaboración con el cineasta Ebrahim Golestan, el primer director iraní en ganar un premio internacional (medalla de bronce del Festival de Venecia de 1961 por el documental Un fuego, sobre un incendio en un pozo petrolero). Además, se enamoraron, con el hándicap de que él estaba casado; nuevas tempestades para la poeta, que por supuesto dejaron poso en su escritura.

Más allá de la relación, esta etapa encaminó a Farrojzad en otras direcciones: viajó a Europa para formarse y más tarde se ocupó del documental La casa es negra (1962), sobre la comunidad de leprosos, que vivía al margen de la sociedad, con los enfermos tachados de “impuros”. Era la primera mujer en dirigir una obra de esta naturaleza, y triunfó: del filme se destacó su mirada atenta, compasiva, que cedía la voz al enfermo, lo miraba a los ojos, se atrevía a mostrar sin pudor el dolor, los estragos de la enfermedad en el cuerpo (llagas, cicatrices, desgarros).

Este interés por el otro se extendió a su literatura, que desde entonces incorporó a su yo una voz colectiva, con vocación de denuncia social, siempre con el foco en los que más sufren, para clamar por la igualdad de derechos y la justicia social. En su cuarto libro, Otro nacimiento (1964) –nótese como los títulos reflejan su evolución personal–, escribe cosas como “la incapacidad es síntoma de los bolsillos vacíos / y no de la ignorancia” o “Yo he nacido entre una masa creativa / que, aunque carente de pan, en cambio ofrece / una mirada abierta y extensa”.
El pájaro va a morir
Y el amor, siempre el amor. Tras hallar unas cartas de Golestan a su esposa, en las que a ella la ninguneaba, Farrojzad intentó suicidarse otra vez, aunque resurgió de las cenizas: “A su lado no temo el dolor. Si algo temiese, sería ser feliz”. Al final, él dejó a su mujer y se instaló con Farrojzad (“hemos hallado la supervivencia / en el infinito instante en que dos soles se miran”); pero un accidente truncó sus planes de futuro: el 13 de febrero de 1967, Farrojzad murió al intentar esquivar un autobús escolar mientras conducía. Según Armanian, en el hospital más cercano se negaron a operarla; solo atendían a trabajadores asegurados. En el traslado a otro centro se perdió un tiempo que, quizá, podría haberla salvado. Tenía 32 años.

“Nadie me presentará al sol; / nadie me llevará a la fiesta de las golondrinas. / Recuerdo el vuelo: el pájaro va a morir”, escribe en su poemario póstumo, Tengamos fe en el comienzo de la estación del frío (1974). Hacía tiempo que la muerte frecuentaba sus versos, como una premonición, o quizá como el latido de los tumultos sociales que en 1979 desembocarían en la Revolución iraní. Sus poemas, siempre largos, de imágenes poderosas y ricos en alusiones a la naturaleza, mantienen la frescura del yo íntimo de sus primeros versos; la poeta no se deja amilanar, si acaso se expresa con más fuerza.

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El pesimismo, ligado a su creciente implicación social, impregnó sus escritos, aunque nunca dejó de desafiar al poder: “Mi deseo es la liberación de las mujeres de Irán y la igualdad de derechos con los hombres. […] crear un ambiente favorable para las actividades científicas, artística y sociales de las mujeres”, dijo. En su lápida solo consta la identidad del padre, como si la madre no existiera; hasta ese punto se ninguneaba a las mujeres. Farrojzad, sin embargo, alzó la voz. Y le bastó la voz, ser ella misma, para inspirar a generaciones de oprimidos que, aún hoy, no se rinden: “Cuando mi vida ya / era nada, nada salvo el tictac del reloj de la pared, / comprendí que debo, debo, debo / amar con locura”. La escritora revolucionó la literatura persa a mediados del siglo XX por su defensa de la libertad de las mujeres‘Prohibido morir aquí’, cuando la escritora Elizabeth Taylor se preguntó qué estamos haciendo con los jubilados

En el Irán de los años cincuenta, una voz de mujer hizo trastabillar los cimientos de la sociedad. No le hizo falta gritar ni usar la violencia; tan solo expresar sus inquietudes más íntimas de forma poética. Cuando el sistema corre un tupido velo, o directamente señala, juzga, criminaliza el deseo individual, manifestarse sin pudor puede ser un acto revolucionario. Quizá la literatura no puede cambiar el mundo, pero puede poner la lupa sobre la grieta que ya existe hasta hacerla tan grande que termine por derrumbar el muro. Como mínimo, todos se darán cuenta de que la fisura estaba ahí.

Esa mujer rebelde a su pesar se llamaba Forugh Farrojzad (Teherán, 1935-1967). Nació en una familia burguesa, con un padre militar que menospreciaba a sus hijas –solo le preocupaban los hijos varones– y ejerció un control férreo que provocó su salida temprana del hogar, a los dieciséis años, para casarse con su primo en contra de la voluntad de sus padres. Como muchas jóvenes, vio en el matrimonio, y en el embarazo que llegó poco después, la única forma de escapar de un hogar irrespirable. Y, como muchas jóvenes, se equivocaba: no tardó en darse cuenta de que la vida como mujer casada no la hacía feliz, a pesar de apreciar a su marido.

Un amante, con el que la relación naufragó enseguida, inclinó la balanza a favor de la separación: Forugh se divorció en una época en la que esto implicaba despedirse de su hijo –la custodia quedaba a manos de la familia paterna, sin derechos para la madre– y un estigma de por vida. Ella actuó de forma coherente consigo misma, pero se condenó. Tuvo que volver a la casa paterna, con una familia que la repudiaba. Por aquel entonces, ya había comenzado a publicar: sus libros fueron recibidos con hostilidad, tanto por el contenido, escandaloso para una mujer, como por su propia vida.
Una modernidad mutilada
El Irán del sha en el que vivió Forugh, un país de fuerte carácter anticomunista, se sumó al capitalismo y, en aras del desarrollo, permitió a las mujeres acceder a la universidad e incorporarse al mercado laboral. Se trataba, sin embargo, de una “modernidad mutilada”, como sostiene Nazanin Armanian, traductora y responsable de la edición de la obra de Farrojzad en castellano, por cuanto mantenía el régimen doméstico de dominación del hombre sobre la mujer. Ellas podían trabajar, pero no podían decidir qué hacer con su cuerpo, con su vida. Por si fuera poco, la represión de cualquier movimiento progresista (sindicatos, partidos de izquierda, organizaciones de estudiantes o feministas) era cada vez más dura.

Juzgada por la sociedad, repudiada por la familia, desdichada en amores y con el dolor enquistado por el alejamiento del hijo, Forugh se sumió en la desesperación e intentó suicidarse. Con todo, se levantó: trabajó para independizarse, sin abandonar nunca la escritura; y, aunque no se libró del estigma por haber ‘abandonado’ a su hijo ni logró que su obra fuera bien recibida por la academia (integrada, por supuesto, por hombres de valores tradicionales), la posteridad le ha dado la razón. Tras su muerte se convirtió en un mito; hoy es una figura emblemática tanto en Irán como en el extranjero, y sus libros no dejan de reeditarse ni de estudiarse.

Tarde, pero se le ha hecho justicia. En España, Forugh Farrojzad llega de la mano de la editorial Gallo Nero, que recupera Eterno anochecer. Poesía completa, que recopila los cinco títulos de la autora, cuatro publicados en vida y uno póstumo, con una traducción, notas y prólogo a cargo de la investigadora Nazanin Armanian, especializada en cultura islámica y feminismo. Dada la distancia histórica, cultural y lingüística con el ambiente en el que la autora desarrolló su obra, la labor de la traductora para acompañar al lector y situarlo en ese contexto merece una mención especial.
La escritura del yo como transgresión
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Lo que expresa Farrojzad en sus versos no resultaría incómodo si no fuera por la falta de derechos de las mujeres en la sociedad iraní, que invisibiliza su experiencia amorosa, y reduce su papel doméstico a su rol de esposa, madre y ama de casa, como si no tuviera derecho a enamorarse, a expresar un desengaño, a disfrutar de su sexualidad, a mirar el cuerpo masculino sin vergüenza. “No me entregaste tu corazón, aunque incendié / tu cuerpo entero. / Yo que aprendí de Venus fabulosa / el arte del embrujo y del cortejo”, escribe en Cautiva (1955), su primer poemario, que la situó como una renovadora de la poesía persa en un momento de ebullición literaria, en consonancia con los tiempos.

Era inaudito que una mujer escribiera sobre estos temas desde su subjetividad, a veces sirviéndose de figuras mitológicas como símbolos de mujeres valientes que toman la iniciativa en el cortejo, diosas desinhibidas en la experimentación del placer. También apela a la mirada masculina: por primera vez una mujer se mira a sí misma, en lugar de verse solo según el gusto del hombre, y lo observa asimismo a él, con sus luces y sus sombras: “Mas tú, varón, ser engreído / no condenes mis versos por infame / No digas: tus versos son profanos. / Ah, dame un buen trago de su infamia”.

Farrojzad se pone en el centro: del amor, del sexo, de la vida. Es una forma indirecta de reivindicar la independencia de las mujeres, sin enarbolar una pancarta. El segundo y el tercer poemario, Muro (1956) y Rebeldía (1958), escritos tras el divorcio, profundizan en esa línea, con motivos como los obstáculos para una mujer sola que trata de abrirse camino, el cuestionamiento de los preceptos de la religión y su propia autovalidación una vez se quita el yugo: “Al final un día me pregunté: /¿qué soy yo, de dónde vengo? / ¿Quién sembró en mí la semilla / del intelecto?”.
Compromiso social
Farrojzad no se resignó a la tutela masculina. Para tener su propio apartamento, se puso a buscar trabajo, y así surgió su colaboración con el cineasta Ebrahim Golestan, el primer director iraní en ganar un premio internacional (medalla de bronce del Festival de Venecia de 1961 por el documental Un fuego, sobre un incendio en un pozo petrolero). Además, se enamoraron, con el hándicap de que él estaba casado; nuevas tempestades para la poeta, que por supuesto dejaron poso en su escritura.

Más allá de la relación, esta etapa encaminó a Farrojzad en otras direcciones: viajó a Europa para formarse y más tarde se ocupó del documental La casa es negra (1962), sobre la comunidad de leprosos, que vivía al margen de la sociedad, con los enfermos tachados de “impuros”. Era la primera mujer en dirigir una obra de esta naturaleza, y triunfó: del filme se destacó su mirada atenta, compasiva, que cedía la voz al enfermo, lo miraba a los ojos, se atrevía a mostrar sin pudor el dolor, los estragos de la enfermedad en el cuerpo (llagas, cicatrices, desgarros).

Este interés por el otro se extendió a su literatura, que desde entonces incorporó a su yo una voz colectiva, con vocación de denuncia social, siempre con el foco en los que más sufren, para clamar por la igualdad de derechos y la justicia social. En su cuarto libro, Otro nacimiento (1964) –nótese como los títulos reflejan su evolución personal–, escribe cosas como “la incapacidad es síntoma de los bolsillos vacíos / y no de la ignorancia” o “Yo he nacido entre una masa creativa / que, aunque carente de pan, en cambio ofrece / una mirada abierta y extensa”.
El pájaro va a morir
Y el amor, siempre el amor. Tras hallar unas cartas de Golestan a su esposa, en las que a ella la ninguneaba, Farrojzad intentó suicidarse otra vez, aunque resurgió de las cenizas: “A su lado no temo el dolor. Si algo temiese, sería ser feliz”. Al final, él dejó a su mujer y se instaló con Farrojzad (“hemos hallado la supervivencia / en el infinito instante en que dos soles se miran”); pero un accidente truncó sus planes de futuro: el 13 de febrero de 1967, Farrojzad murió al intentar esquivar un autobús escolar mientras conducía. Según Armanian, en el hospital más cercano se negaron a operarla; solo atendían a trabajadores asegurados. En el traslado a otro centro se perdió un tiempo que, quizá, podría haberla salvado. Tenía 32 años.

“Nadie me presentará al sol; / nadie me llevará a la fiesta de las golondrinas. / Recuerdo el vuelo: el pájaro va a morir”, escribe en su poemario póstumo, Tengamos fe en el comienzo de la estación del frío (1974). Hacía tiempo que la muerte frecuentaba sus versos, como una premonición, o quizá como el latido de los tumultos sociales que en 1979 desembocarían en la Revolución iraní. Sus poemas, siempre largos, de imágenes poderosas y ricos en alusiones a la naturaleza, mantienen la frescura del yo íntimo de sus primeros versos; la poeta no se deja amilanar, si acaso se expresa con más fuerza.

El pesimismo, ligado a su creciente implicación social, impregnó sus escritos, aunque nunca dejó de desafiar al poder: “Mi deseo es la liberación de las mujeres de Irán y la igualdad de derechos con los hombres. crear un ambiente favorable para las actividades científicas, artística y sociales de las mujeres”, dijo. En su lápida solo consta la identidad del padre, como si la madre no existiera; hasta ese punto se ninguneaba a las mujeres. Farrojzad, sin embargo, alzó la voz. Y le bastó la voz, ser ella misma, para inspirar a generaciones de oprimidos que, aún hoy, no se rinden: “Cuando mi vida ya / era nada, nada salvo el tictac del reloj de la pared, / comprendí que debo, debo, debo / amar con locura”.  

En el Irán de los años cincuenta, una voz de mujer hizo trastabillar los cimientos de la sociedad. No le hizo falta gritar ni usar la violencia; tan solo expresar sus inquietudes más íntimas de forma poética. Cuando el sistema corre un tupido velo, o directamente señala, juzga, criminaliza el deseo individual, manifestarse sin pudor puede ser un acto revolucionario. Quizá la literatura no puede cambiar el mundo, pero puede poner la lupa sobre la grieta que ya existe hasta hacerla tan grande que termine por derrumbar el muro. Como mínimo, todos se darán cuenta de que la fisura estaba ahí.

Esa mujer rebelde a su pesar se llamaba Forugh Farrojzad (Teherán, 1935-1967). Nació en una familia burguesa, con un padre militar que menospreciaba a sus hijas –solo le preocupaban los hijos varones– y ejerció un control férreo que provocó su salida temprana del hogar, a los dieciséis años, para casarse con su primo en contra de la voluntad de sus padres. Como muchas jóvenes, vio en el matrimonio, y en el embarazo que llegó poco después, la única forma de escapar de un hogar irrespirable. Y, como muchas jóvenes, se equivocaba: no tardó en darse cuenta de que la vida como mujer casada no la hacía feliz, a pesar de apreciar a su marido.

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