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  Cultura  Cuando Marina Tsvietáieva conoció al diablo: historia de una fascinación poética
Cultura

Cuando Marina Tsvietáieva conoció al diablo: historia de una fascinación poética

agosto 24, 2025
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La autora rusa vivió un final trágico, fruto de una dolorosa biografía, y no rehuyó la valentía de entender la literatura de manera radicalTenía 18 años, talento y le gustaban los excesos: de cómo Françoise Sagan dio voz a su generación con ‘Buenos días, tristeza
“El diablo vivía en la habitación de mi hermana Valeria –arriba, justo donde terminaba la escalera–, roja, de raso de seda de damasco, con una eterna y marcadamente oblicua columna de sol, donde incesante y casi imperceptiblemente giraba el polvo”. Con esta evocación del universo de la niñez con sus emociones contradictorias –la seguridad de la casa familiar, el encanto de la mirada infantil, la inocencia; pero también el misterio, la perversión, la sospecha del monstruo que acecha en la sombra– comienza El diablo, un breve texto autobiográfico que la escritora rusa Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892-Yelábuga, Tartaristán, 1941) escribió en 1935.

Este pequeño libro, que Acantilado recupera con la traducción de Selma Ancira —que Anagrama publicó en los 90—, eslavista que ya se ha ocupado de numerosas obras de la autora, forma parte de una serie de escritos poco conocidos que la poeta dedicó al universo de la infancia y a quienes lo integraban, unas piezas personales a caballo entre las memorias, el ensayo literario y la narración, con la impronta de su prosa poética. Títulos como Mi padre y su museo (1933), Mi madre y la música (1934) o Mi Pushkin (1937), que, lejos de ser una curiosidad, ponen de relieve, en su economía, la capacidad extraordinaria de Tsvietáieva para concentrar un amplio abanico de resonancias literarias en unas pocas palabras.

Sí, aunque se la conoce sobre todo como poeta, Tsvietáieva también fue una prosista de excepción y una intelectual aguda, como demuestra asimismo en su correspondencia o en sus Diarios de la Revolución de 1917 (1919). A diferencia de estos, que poseen la viveza de la inmediatez, sus inmersiones en el pasado, en la infancia, las escribió a posteriori, y en un periodo también oscuro para ella –toda su vida estuvo marcada por los vaivenes de la historia, de hecho–, durante su exilio francés.
El rechazo
Se había marchado de su país en 1922, con su hija Ariadna y su marido, Serguéi Efrón. Llevaba cinco años atrapada en Rusia, después de la revolución, convencida de que su esposo, un oficial del Ejército Blanco, estaba muerto. Tsvietáieva padeció la hambruna, que la llevó al extremo de dejar a sus dos hijas en un orfanato durante un tiempo, con la esperanza de que estuvieran mejor; sin embargo, la menor, Irina, falleció. Con todo ese desgarro, huyó para recalar en Berlín, luego en Praga, donde nació su hijo Gueorgui, y al fin, en 1925, en París, donde se instalaron otros escritores y artistas rusos exiliados.

La vida de los intelectuales refugiados en la capital francesa distaba mucho de ser fácil. Pese a recibir una ayuda gubernamental, la escasez era un problema acuciante. En un intento de ganar dinero, Tsvietáieva, que en Moscú se había labrado cierta reputación con sus poemarios, trató de cultivar la prosa, género que se vendía mejor. Sin embargo, sus colaboraciones periódicas se interrumpieron tras expresar su admiración por un poeta soviético. Ella no simpatizaba con el régimen comunista, pero su marido y su hija, en cambio, sí, y cada vez más. En 1937, padre e hija regresaron a la Unión Soviética, lo que condenó a la escritora, aún en Francia, al ostracismo.

Deprimida, sola, sin recursos, vigilada por las autoridades por sus posibles conexiones con el comunismo. Decepcionada con la deriva política de su país, angustiada por las noticias que le llegaban de sus colegas represaliados, preocupada por la evolución que estaban tomando los nacionalismos en Europa. Esa era Tsvietáieva en los años treinta, antes de volver a la Unión Soviética en 1939, para ser rechazada ahí también y asistir impotente al asesinato de su marido y el encarcelamiento de su hija. Tsvietáieva y su hijo fueron evacuados a la localidad de Yelábuga en 1941, donde ella, sumida en una profunda depresión, ya no pudo más y se suicidó.
El diablo, fascinación y herida
Vida y literatura son inseparables; Tsvietáieva lo sabía bien. Hoy cuesta, al pensar en ella, no relacionarla con su devenir trágico; su existencia, como la de tantos creadores rusos, estuvo marcada por esa primera mitad del siglo XX que mostró al mundo la peor cara del ser humano. No obstante, incluso en medio de la devastación hubo momentos luminosos, en los que es posible imaginar a una Tsvietáieva ilusionada, despierta. Con el amor, por ejemplo, o con los amigos; sus cartas dan buena cuenta de ello. O, también, con el recuerdo. El recuerdo de un tiempo mejor, antes de que el horror comenzara.

Porque, durante la infancia, Tsvietáieva fue una niña afortunada. Hija del fundador del Museo Pushkin de Moscú, desde pequeña estuvo en contacto con el mundo artístico y enseguida se le encendió la chispa de la literatura. Con solo dieciocho años, vio la luz su primer poemario, dedicado a la pintora Marie Bashkirtseff, que la cautivó con su diario. De algún modo, Tsvietáieva no tuvo recato a la hora de expresar sus emociones a través de los versos, y lo mismo hace en sus remembranzas del pasado en El diablo.

¿De qué va El diablo? Es lo primero que un lector suele preguntar. No es fácil contestar: las prosas de Tsvietáieva podrían ser un género en sí mismo, tan personales que cuesta definirlas en categorías estancas. Cada libro sobre su infancia narra un aprendizaje: de la música a los maestros de la literatura rusa, pasando por los altibajos de su padre para poner en marcha el museo –una experiencia de la que ella aprendió, más que de arte, de actitud, de pasión por la belleza, por las cosas bien hechas, el arte por el arte–; pero el poso de El diablo es difícil de concretar, porque se trata de algo inmaterial, efímero, recóndito; algo que solo está, o mejor dicho estuvo, en su psique, su psique de niña.
Leer era una perturbación
Ella es la única que percibe al diablo en la habitación de su hermana: “Lo sé: el diablo vivía en la habitación de Valeria porque en la habitación de Valeria, transformado en armario para libros, estaba el árbol de la ciencia del bien y el mal”. Libros: los libros que su madre le había prohibido leer. Como las obras de Pushkin, que leyó a escondidas antes de cumplir siete años. “En su habitación estaba el amor, vivía –el amor”. Leer era amor, pero también perturbación. Era el reencuentro con un igual, pero también el temor a ser descubierta. Era una insumisión. Una travesura del diablo.

La idea del diablo como comunión con los libros prohibidos es sugestiva, pero la autora no se queda ahí: lo asocia asimismo con todo aquello empañado de seducción y sombra a la vez, como el juego de naipes (“educada […] para tragar los carbones candentes del secreto, en este juego yo era –un maestro”) o la religión, a la que dedica unas cuantas páginas y que le provoca un rechazo instintivo (“Si hay sacerdote – hay ataúd”, “Los sacerdotes de mi infancia siempre me parecieron hechiceros”, “Dios era para mí –el miedo”). Dios y el diablo, dos opuestos, están de hecho conectados, y la relación de la poeta con cada uno es desigual. La diferencia: “A uno me lo imponían –arrastrándome a la iglesia […]. A uno –me obligaban, y el otro llegaba –solo, y nadie sabía”.

Ese diablo es imaginado como un dogo, lo que hace pensar en la dualidad del perro: su lealtad al ser humano y a la vez su peligrosidad, esa cualidad animal indomeñable. Un perro, nada menos que un perro, como el guardián del Hades: el diablo vela las puertas del infierno. Un perro que se fue, que se esfumó con el final de la primera infancia de la autora: la edad a la que se empieza a razonar, a disimular, a doblegarse, a tener miedo. Desde entonces, solo la visitó una vez, en medio de unas fiebres; ese estado de semiinconsciencia de la enfermedad, volátil e intenso.
Escribir es aceptar el diablo
En la figura del diablo, Tsvietáieva encarna una forma de estar en el mundo que será determinante en su carrera y en su vida: “¿Y acaso no fuiste tú, con mi amor precoz por ti, quien me inculcó el amor por todos los vencidos?”. La mirada del otro, la conciencia de estar fuera, ese rasgo imprescindible del escritor. Escribir es aceptar ese diablo; y aún más: se trata de amar a ese diablo. Entregarse a él, como hizo ella en cada palabra, cada composición. “No estás tú, allí, donde está la multitud”, le dice. Tampoco lo estuvo ella; prefirió la soledad a la masa. La independencia. El criterio. O, más que preferir, no tuvo elección.

No hay salvación cuando ya se ha probado el veneno de la literatura, cuando las cadenas del diablo nos atan y no las queremos soltar. Solo queda escribir, indagar en el misterio de la realidad, penetrar en los abismos del yo. Tsvietáieva lo hizo con elegancia, con esa cadencia poética presente hasta en sus escritos en prosa. Sutil, navegando entre la tierra y el sueño, jugando con lo incierto, con el desconcierto y con la seducción, con la luz. Tal vez escribir dio un poco de luminosidad a esos días umbríos de exilio, como sus palabras iluminan a sus lectores, hasta cuando escribe sobre la oscuridad: “De ti que eres –el mal, la sociedad no ha hecho mal uso”. La autora rusa vivió un final trágico, fruto de una dolorosa biografía, y no rehuyó la valentía de entender la literatura de manera radicalTenía 18 años, talento y le gustaban los excesos: de cómo Françoise Sagan dio voz a su generación con ‘Buenos días, tristeza
“El diablo vivía en la habitación de mi hermana Valeria –arriba, justo donde terminaba la escalera–, roja, de raso de seda de damasco, con una eterna y marcadamente oblicua columna de sol, donde incesante y casi imperceptiblemente giraba el polvo”. Con esta evocación del universo de la niñez con sus emociones contradictorias –la seguridad de la casa familiar, el encanto de la mirada infantil, la inocencia; pero también el misterio, la perversión, la sospecha del monstruo que acecha en la sombra– comienza El diablo, un breve texto autobiográfico que la escritora rusa Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892-Yelábuga, Tartaristán, 1941) escribió en 1935.

Este pequeño libro, que Acantilado recupera con la traducción de Selma Ancira —que Anagrama publicó en los 90—, eslavista que ya se ha ocupado de numerosas obras de la autora, forma parte de una serie de escritos poco conocidos que la poeta dedicó al universo de la infancia y a quienes lo integraban, unas piezas personales a caballo entre las memorias, el ensayo literario y la narración, con la impronta de su prosa poética. Títulos como Mi padre y su museo (1933), Mi madre y la música (1934) o Mi Pushkin (1937), que, lejos de ser una curiosidad, ponen de relieve, en su economía, la capacidad extraordinaria de Tsvietáieva para concentrar un amplio abanico de resonancias literarias en unas pocas palabras.

Sí, aunque se la conoce sobre todo como poeta, Tsvietáieva también fue una prosista de excepción y una intelectual aguda, como demuestra asimismo en su correspondencia o en sus Diarios de la Revolución de 1917 (1919). A diferencia de estos, que poseen la viveza de la inmediatez, sus inmersiones en el pasado, en la infancia, las escribió a posteriori, y en un periodo también oscuro para ella –toda su vida estuvo marcada por los vaivenes de la historia, de hecho–, durante su exilio francés.
El rechazo
Se había marchado de su país en 1922, con su hija Ariadna y su marido, Serguéi Efrón. Llevaba cinco años atrapada en Rusia, después de la revolución, convencida de que su esposo, un oficial del Ejército Blanco, estaba muerto. Tsvietáieva padeció la hambruna, que la llevó al extremo de dejar a sus dos hijas en un orfanato durante un tiempo, con la esperanza de que estuvieran mejor; sin embargo, la menor, Irina, falleció. Con todo ese desgarro, huyó para recalar en Berlín, luego en Praga, donde nació su hijo Gueorgui, y al fin, en 1925, en París, donde se instalaron otros escritores y artistas rusos exiliados.

La vida de los intelectuales refugiados en la capital francesa distaba mucho de ser fácil. Pese a recibir una ayuda gubernamental, la escasez era un problema acuciante. En un intento de ganar dinero, Tsvietáieva, que en Moscú se había labrado cierta reputación con sus poemarios, trató de cultivar la prosa, género que se vendía mejor. Sin embargo, sus colaboraciones periódicas se interrumpieron tras expresar su admiración por un poeta soviético. Ella no simpatizaba con el régimen comunista, pero su marido y su hija, en cambio, sí, y cada vez más. En 1937, padre e hija regresaron a la Unión Soviética, lo que condenó a la escritora, aún en Francia, al ostracismo.

Deprimida, sola, sin recursos, vigilada por las autoridades por sus posibles conexiones con el comunismo. Decepcionada con la deriva política de su país, angustiada por las noticias que le llegaban de sus colegas represaliados, preocupada por la evolución que estaban tomando los nacionalismos en Europa. Esa era Tsvietáieva en los años treinta, antes de volver a la Unión Soviética en 1939, para ser rechazada ahí también y asistir impotente al asesinato de su marido y el encarcelamiento de su hija. Tsvietáieva y su hijo fueron evacuados a la localidad de Yelábuga en 1941, donde ella, sumida en una profunda depresión, ya no pudo más y se suicidó.
El diablo, fascinación y herida
Vida y literatura son inseparables; Tsvietáieva lo sabía bien. Hoy cuesta, al pensar en ella, no relacionarla con su devenir trágico; su existencia, como la de tantos creadores rusos, estuvo marcada por esa primera mitad del siglo XX que mostró al mundo la peor cara del ser humano. No obstante, incluso en medio de la devastación hubo momentos luminosos, en los que es posible imaginar a una Tsvietáieva ilusionada, despierta. Con el amor, por ejemplo, o con los amigos; sus cartas dan buena cuenta de ello. O, también, con el recuerdo. El recuerdo de un tiempo mejor, antes de que el horror comenzara.

Porque, durante la infancia, Tsvietáieva fue una niña afortunada. Hija del fundador del Museo Pushkin de Moscú, desde pequeña estuvo en contacto con el mundo artístico y enseguida se le encendió la chispa de la literatura. Con solo dieciocho años, vio la luz su primer poemario, dedicado a la pintora Marie Bashkirtseff, que la cautivó con su diario. De algún modo, Tsvietáieva no tuvo recato a la hora de expresar sus emociones a través de los versos, y lo mismo hace en sus remembranzas del pasado en El diablo.

¿De qué va El diablo? Es lo primero que un lector suele preguntar. No es fácil contestar: las prosas de Tsvietáieva podrían ser un género en sí mismo, tan personales que cuesta definirlas en categorías estancas. Cada libro sobre su infancia narra un aprendizaje: de la música a los maestros de la literatura rusa, pasando por los altibajos de su padre para poner en marcha el museo –una experiencia de la que ella aprendió, más que de arte, de actitud, de pasión por la belleza, por las cosas bien hechas, el arte por el arte–; pero el poso de El diablo es difícil de concretar, porque se trata de algo inmaterial, efímero, recóndito; algo que solo está, o mejor dicho estuvo, en su psique, su psique de niña.
Leer era una perturbación
Ella es la única que percibe al diablo en la habitación de su hermana: “Lo sé: el diablo vivía en la habitación de Valeria porque en la habitación de Valeria, transformado en armario para libros, estaba el árbol de la ciencia del bien y el mal”. Libros: los libros que su madre le había prohibido leer. Como las obras de Pushkin, que leyó a escondidas antes de cumplir siete años. “En su habitación estaba el amor, vivía –el amor”. Leer era amor, pero también perturbación. Era el reencuentro con un igual, pero también el temor a ser descubierta. Era una insumisión. Una travesura del diablo.

La idea del diablo como comunión con los libros prohibidos es sugestiva, pero la autora no se queda ahí: lo asocia asimismo con todo aquello empañado de seducción y sombra a la vez, como el juego de naipes (“educada para tragar los carbones candentes del secreto, en este juego yo era –un maestro”) o la religión, a la que dedica unas cuantas páginas y que le provoca un rechazo instintivo (“Si hay sacerdote – hay ataúd”, “Los sacerdotes de mi infancia siempre me parecieron hechiceros”, “Dios era para mí –el miedo”). Dios y el diablo, dos opuestos, están de hecho conectados, y la relación de la poeta con cada uno es desigual. La diferencia: “A uno me lo imponían –arrastrándome a la iglesia . A uno –me obligaban, y el otro llegaba –solo, y nadie sabía”.

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En la figura del diablo, Tsvietáieva encarna una forma de estar en el mundo que será determinante en su carrera y en su vida: “¿Y acaso no fuiste tú, con mi amor precoz por ti, quien me inculcó el amor por todos los vencidos?”. La mirada del otro, la conciencia de estar fuera, ese rasgo imprescindible del escritor. Escribir es aceptar ese diablo; y aún más: se trata de amar a ese diablo. Entregarse a él, como hizo ella en cada palabra, cada composición. “No estás tú, allí, donde está la multitud”, le dice. Tampoco lo estuvo ella; prefirió la soledad a la masa. La independencia. El criterio. O, más que preferir, no tuvo elección.

No hay salvación cuando ya se ha probado el veneno de la literatura, cuando las cadenas del diablo nos atan y no las queremos soltar. Solo queda escribir, indagar en el misterio de la realidad, penetrar en los abismos del yo. Tsvietáieva lo hizo con elegancia, con esa cadencia poética presente hasta en sus escritos en prosa. Sutil, navegando entre la tierra y el sueño, jugando con lo incierto, con el desconcierto y con la seducción, con la luz. Tal vez escribir dio un poco de luminosidad a esos días umbríos de exilio, como sus palabras iluminan a sus lectores, hasta cuando escribe sobre la oscuridad: “De ti que eres –el mal, la sociedad no ha hecho mal uso”.  

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Sí, aunque se la conoce sobre todo como poeta, Tsvietáieva también fue una prosista de excepción y una intelectual aguda, como demuestra asimismo en su correspondencia o en sus Diarios de la Revolución de 1917 (1919). A diferencia de estos, que poseen la viveza de la inmediatez, sus inmersiones en el pasado, en la infancia, las escribió a posteriori, y en un periodo también oscuro para ella –toda su vida estuvo marcada por los vaivenes de la historia, de hecho–, durante su exilio francés.

El rechazo

Se había marchado de su país en 1922, con su hija Ariadna y su marido, Serguéi Efrón. Llevaba cinco años atrapada en Rusia, después de la revolución, convencida de que su esposo, un oficial del Ejército Blanco, estaba muerto. Tsvietáieva padeció la hambruna, que la llevó al extremo de dejar a sus dos hijas en un orfanato durante un tiempo, con la esperanza de que estuvieran mejor; sin embargo, la menor, Irina, falleció. Con todo ese desgarro, huyó para recalar en Berlín, luego en Praga, donde nació su hijo Gueorgui, y al fin, en 1925, en París, donde se instalaron otros escritores y artistas rusos exiliados.

La vida de los intelectuales refugiados en la capital francesa distaba mucho de ser fácil. Pese a recibir una ayuda gubernamental, la escasez era un problema acuciante. En un intento de ganar dinero, Tsvietáieva, que en Moscú se había labrado cierta reputación con sus poemarios, trató de cultivar la prosa, género que se vendía mejor. Sin embargo, sus colaboraciones periódicas se interrumpieron tras expresar su admiración por un poeta soviético. Ella no simpatizaba con el régimen comunista, pero su marido y su hija, en cambio, sí, y cada vez más. En 1937, padre e hija regresaron a la Unión Soviética, lo que condenó a la escritora, aún en Francia, al ostracismo.

Deprimida, sola, sin recursos, vigilada por las autoridades por sus posibles conexiones con el comunismo. Decepcionada con la deriva política de su país, angustiada por las noticias que le llegaban de sus colegas represaliados, preocupada por la evolución que estaban tomando los nacionalismos en Europa. Esa era Tsvietáieva en los años treinta, antes de volver a la Unión Soviética en 1939, para ser rechazada ahí también y asistir impotente al asesinato de su marido y el encarcelamiento de su hija. Tsvietáieva y su hijo fueron evacuados a la localidad de Yelábuga en 1941, donde ella, sumida en una profunda depresión, ya no pudo más y se suicidó.

El diablo, fascinación y herida

Vida y literatura son inseparables; Tsvietáieva lo sabía bien. Hoy cuesta, al pensar en ella, no relacionarla con su devenir trágico; su existencia, como la de tantos creadores rusos, estuvo marcada por esa primera mitad del siglo XX que mostró al mundo la peor cara del ser humano. No obstante, incluso en medio de la devastación hubo momentos luminosos, en los que es posible imaginar a una Tsvietáieva ilusionada, despierta. Con el amor, por ejemplo, o con los amigos; sus cartas dan buena cuenta de ello. O, también, con el recuerdo. El recuerdo de un tiempo mejor, antes de que el horror comenzara.

Porque, durante la infancia, Tsvietáieva fue una niña afortunada. Hija del fundador del Museo Pushkin de Moscú, desde pequeña estuvo en contacto con el mundo artístico y enseguida se le encendió la chispa de la literatura. Con solo dieciocho años, vio la luz su primer poemario, dedicado a la pintora Marie Bashkirtseff, que la cautivó con su diario. De algún modo, Tsvietáieva no tuvo recato a la hora de expresar sus emociones a través de los versos, y lo mismo hace en sus remembranzas del pasado en El diablo.

¿De qué va El diablo? Es lo primero que un lector suele preguntar. No es fácil contestar: las prosas de Tsvietáieva podrían ser un género en sí mismo, tan personales que cuesta definirlas en categorías estancas. Cada libro sobre su infancia narra un aprendizaje: de la música a los maestros de la literatura rusa, pasando por los altibajos de su padre para poner en marcha el museo –una experiencia de la que ella aprendió, más que de arte, de actitud, de pasión por la belleza, por las cosas bien hechas, el arte por el arte–; pero el poso de El diablo es difícil de concretar, porque se trata de algo inmaterial, efímero, recóndito; algo que solo está, o mejor dicho estuvo, en su psique, su psique de niña.

Leer era una perturbación

Ella es la única que percibe al diablo en la habitación de su hermana: “Lo sé: el diablo vivía en la habitación de Valeria porque en la habitación de Valeria, transformado en armario para libros, estaba el árbol de la ciencia del bien y el mal”. Libros: los libros que su madre le había prohibido leer. Como las obras de Pushkin, que leyó a escondidas antes de cumplir siete años. “En su habitación estaba el amor, vivía –el amor”. Leer era amor, pero también perturbación. Era el reencuentro con un igual, pero también el temor a ser descubierta. Era una insumisión. Una travesura del diablo.

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Escribir es aceptar el diablo

En la figura del diablo, Tsvietáieva encarna una forma de estar en el mundo que será determinante en su carrera y en su vida: “¿Y acaso no fuiste tú, con mi amor precoz por ti, quien me inculcó el amor por todos los vencidos?”. La mirada del otro, la conciencia de estar fuera, ese rasgo imprescindible del escritor. Escribir es aceptar ese diablo; y aún más: se trata de amar a ese diablo. Entregarse a él, como hizo ella en cada palabra, cada composición. “No estás tú, allí, donde está la multitud”, le dice. Tampoco lo estuvo ella; prefirió la soledad a la masa. La independencia. El criterio. O, más que preferir, no tuvo elección.

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