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  Cultura  Cien años de ‘Los caballeros las prefieren rubias’, la novela mordaz de Anita Loos detrás del éxito de Marilyn Monroe
Cultura

Cien años de ‘Los caballeros las prefieren rubias’, la novela mordaz de Anita Loos detrás del éxito de Marilyn Monroe

junio 28, 2025
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A diferencia de Lorelei Lee, la frívola protagonista de la obra, su creadora fue una trabajadora incansable que abrió puertas a las mujeres en la industria del cineUna española interna en un chalet de ricos: “Dejamos ese trabajo a migrantes pobres porque nos parece miserable”

Vestido rosa, largo, sin mangas y con un gran lazo en la espalda. Guantes que cubren casi todo el brazo, pedrería en abundancia y el pelo rubio platino ondulado más famoso de la historia del cine. Suena una canción: Diamonds Are a Girl’s Best Friend. He ahí una de las escenas más icónicas de Hollywood, la que encarna Marilyn Monroe como la irreverente Lorelei Lee en Los caballeros las prefieren rubias (1953), la mítica comedia musical de Howard Hawks que Norma Jeane Baker coprotagonizó junto a Jane Russell.

Tanto si han visto la película como si no, quien más quien menos conoce aquella escena y tiene una idea de la personalidad de su protagonista, de la ligereza de esa Lorelei que va a la caza de un buen partido, esto es, de un hombre rico que esté dispuesto a satisfacer todos sus caprichos, entre ellos, claro, los irrenunciables diamantes.

El dato que quizá no conoce tanta gente, no obstante, es que detrás de la peripecia de esta joven corista se encuentra una de las mentes más brillantes de la industria cinematográfica: Anita Loos (Sisson, California, 1889-Nueva York, 1981), escritora, actriz, guionista y dramaturga que gozó de gran prestigio en la época dorada del cine.
Una mirada dickensiana en Hollywood
La infancia de Anita Loos, primero en California y más tarde en San Francisco, no hacía presagiar una trayectoria en las altas esferas, aunque de algún modo le educó la mirada: su padre, un periodista con problemas con el alcohol, arruinó los dos periódicos de corte sensacionalista que trató de sacar adelante. Ella lo acompañaba cuando él se acercaba al muelle a pescar y charlar con los lugareños, una afición que alimentó la fascinación de la niña por los bajos fondos de la sociedad y, en particular, por las vidas de esas mujeres que no encajaban con el modelo de la buena esposa.

Gracias a los contactos de su padre, Anita y su hermana, siendo aún niñas, comenzaron a actuar en espectáculos teatrales. Tras la muerte de su hermana por apendicitis con solo ocho años, Anita continuó con ese trabajo, que se convirtió en el sustento principal de la familia. Sin embargo, lo hacía en contra de su voluntad: ella quería, desde pequeña, ser escritora. Ser la que maneja los hilos, no la que pone el cuerpo; una aspiración que, en los albores del siglo XX, parecía inalcanzable para una chica.

Siguió trabajando como actriz, pero sin renunciar a su meta. Después de graduarse en la universidad, logró publicar algunas crónicas de sociedad en publicaciones periódicas a través de un amigo, que las firmaba con su nombre. Su padre, que por entonces escribía piezas teatrales, la animó a probar suerte en ese campo, y de este modo nacieron sus primeras obras. Pero quizá lo más decisivo fue que, todavía en el teatro, Anita fue testigo del nacimiento del cine.

Aquel invento la cautivó. Sin que nadie se lo pidiera, se puso a escribir guiones, inspirándose en los ambientes que había frecuentado con su padre, desde las excéntricas celebridades del escenario a los buscavidas pícaros de la calle. Luego los enviaba a las compañías, y no tardó en ganarse sus primeras monedas con ellos. Con The New York Hat (1912) logró ser producida por primera vez, nada menos que de la mano de D. W. Griffith. El cineasta la contrató en Triangle Film Corporation; era la primera mujer que lograba un empleo estable como guionista.

En pocos años dejó atrás su vida como actriz, escribió cientos de guiones, se casó y se divorció de su primer marido, Frank Palma Jr, el hijo del director de una big band (para ser exactos, fue ella la que lo abandonó, sin darle explicaciones, porque se aburría con él), viajó a Nueva York y comenzó a colaborar con Vanity Fair. Un punto de inflexión llegó cuando conoció al que sería su segundo esposo, John Emerson, con quien formó un tándem exitoso como productores de cine mudo. Las películas de aventuras que concibieron juntos catapultaron al estrellato al actor Douglas Fairbanks.

El matrimonio Emerson-Loos tuvo, sin embargo, más sombras que luces –él le era infiel de manera reiterada y con frecuencia se llevaba los beneficios del trabajo de ella, ya que firmaban sus guiones de forma conjunta aunque en realidad los hubiera escrito ella–, pero pese a todo Anita continuó con él; según dijo años más tarde, porque con él halló la libertad de dedicarse a su vocación y de disfrutar de la vida social en las ciudades que visitaban, en las que trabó amistad con escritores y artistas como Dorothy Parker, Edna Ferber, Noël Coward, Robert E. Sherwood, Gertrude Stein y Alice B. Tocklas.

Su trayectoria no fue lineal: la pareja también escribió musicales para Broadway, Anita publicó sus primeras novelas y dentro del cine vivieron la transición al sonido. Los años veinte fueron pródigos con ellos, aunque, conviene insistir, nada es fruto del azar: Anita no dejó de escribir, y no se desalentó cuando algún proyecto no salió a flote (lo habitual, sobre todo en los inicios de la industria, cuando se rodaban películas muy breves por las limitaciones técnicas, era que la mayor parte de guiones no llegara a filmarse). A esa década pertenece, precisamente, el libro al que la autora debe su popularidad.
Un éxito inesperado
Al contrario que los guiones escritos ex profeso para la pantalla, Los caballeros las prefieren rubias (1925) no nació con tal propósito. Con el subtítulo “Revelador diario de una señora profesional”, se publicó por entregas en Harper’s Bazaar en 1925 y ese mismo año, por aclamación popular, vio la luz como libro (Boni & Liveright, Nueva York), en una primera tirada modesta que no tardó en reimprimirse. Tuvo una acogida sensacional, las ventas se mantuvieron durante los siguientes años, se tradujo a catorce idiomas y la autora recibió cartas de admiradores de la talla de William Faulkner, Aldous Huxley o Edith Wharton. No es de extrañar que tres años después publicara una continuación, Pero se casan con las morenas (1928), con los mismos resultados.

La novela, publicada en castellano por Alba en una edición que incluye ambas partes (2014, con traducción de Carlos Casas), narra en forma de diario las andanzas de Lorelei. Mientras que en el filme la comicidad reside en la sucesión de situaciones, en el texto la fuerza está en el estilo mordaz de Loos, esa habilidad para la sátira en una primera persona tan vívida y desprejuiciada que no es de extrañar que amenizara las tardes de los lectores. La joven Lorelei expone sus ideas sin recato mientras recorre las ciudades con su amiga Dorothy Shaw, menos sofisticada y no tan interesada en el bolsillo de los hombres.

¿A qué se debió el éxito? Corrían los locos años veinte, tiempo de bonanza económica, eclosión artística y cultural, liberación de costumbres; pero también de hipocresía, con la Ley Seca en Estados Unidos y el mundo turbio del mercado negro. Ese mismo 1925 se había publicado El gran Gatsby, otro retrato de la opulencia de un magnate bajo una aparente capa de frivolidad. Si bien la novela de F. Scott Fitzgerald está en las antípodas de la de Anita Loos en calidad, tono y concepción, comparten cierta perspicacia crítica a la hora de detectar las fisuras de una forma de vida que no tardaría en evidenciar grietas.

Los caballeros…, en cualquier caso, no pretende hurgar en la herida, sino divertir, hacer pasar un buen rato, tal como ocurría con los guiones de sus comedias. Si Loos encontró su sitio en la industria cinematográfica fue en gran medida porque supo idear personajes femeninos que permitían a las actrices lucirse, y eso incluía protagonistas políticamente incorrectas como Lorelei, aunque en este caso no estaba previsto que saltara del papel a la pantalla. Con todo, una primera adaptación llegó en 1928 –ahora perdida– y también a Broadway, en un musical del que se encargó la propia autora.

Trabajadora incansable, en los años treinta Loos trabajó para Metro-Goldwyn-Mayer, donde se inició con una adaptación que justamente tenía que correr a cargo de F. Scott Fitzgerald, pero que le asignaron a ella al no estar conformes con el trabajo del novelista. Se trataba de La pelirroja (1932), basada en la novela homónima de Katherine Brush, con Jean Harlow como protagonista. Otros guiones suyos fueron San Francisco (1936), de W. S. Van Dyke, Mujeres (1939), de George Cukor, De corazón a corazón (1941), de Mervyn LeRoy, y Lazos humanos (1945, sin acreditar), de Elia Kazan, esta última basada en Un árbol crece en Brooklyn (1943), de Betty Smith.

Curiosamente, no se encargó de la adaptación de Los caballeros… en 1953; en aquella época seguía trabajando, pero más centrada en el teatro. El equipo se inspiró tanto en el libro como en el musical, que sí había adaptado ella misma. Según dijo, le gustó mucho la película, y gracias a su extraordinario recibimiento la situó de nuevo en primera fila. Después de tantas décadas de trabajo abnegado, de tanto derroche de ingenio para hacer brillar a Clark Gable, Joan Crawford, Norma Shearer, Audrey Hepburn y tantos otros, se lo tenía bien merecido.
Animar a los lectores (en sus refugios atómicos)
Anita Loos falleció en Nueva York en 1981, a los 92 años. En un prólogo escrito para Los caballeros… después de la adaptación de 1953, incluido en la mencionada edición en castellano de Alba, la autora cuenta que en una entrevista reciente le plantearon lo siguiente: “Su libro se basó en una situación económica […] en la todavía inigualada prosperidad de los años veinte; si ahora tuviera que escribir un libro semejante, ¿qué tema escogería?”. Loos respondió: “Sin dudarlo un instante, me vi obligada a contestar: ‘Los caballeros prefieren a los caballeros’. También se basa en razones puramente económicas, es decir, en la insensata y criminal explosión demográfica que una naturaleza benévola procura contener por medios más agradables que una guerra”.

¿Qué tema escogería si tuviera que escribirlo hoy? Mientras rumiamos la respuesta, leer Los caballeros… garantiza, al menos, un rato de desconexión del ruido, el materialismo y el veneno reinantes. En ese mismo prólogo, Loos reflexiona: “Mi librito pasa, como obra de época, a manos de los nietos de sus primeros lectores. Y, si el espíritu de estos lectores necesita ánimos, mientras tiemblan de terror ocultos en los refugios atómicos de los presentes años, quizá las aventuras de Lorelei Lee sirvan para alegrarlos un poco”.

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Vestido rosa, largo, sin mangas y con un gran lazo en la espalda. Guantes que cubren casi todo el brazo, pedrería en abundancia y el pelo rubio platino ondulado más famoso de la historia del cine. Suena una canción: Diamonds Are a Girl’s Best Friend. He ahí una de las escenas más icónicas de Hollywood, la que encarna Marilyn Monroe como la irreverente Lorelei Lee en Los caballeros las prefieren rubias (1953), la mítica comedia musical de Howard Hawks que Norma Jeane Baker coprotagonizó junto a Jane Russell.

Tanto si han visto la película como si no, quien más quien menos conoce aquella escena y tiene una idea de la personalidad de su protagonista, de la ligereza de esa Lorelei que va a la caza de un buen partido, esto es, de un hombre rico que esté dispuesto a satisfacer todos sus caprichos, entre ellos, claro, los irrenunciables diamantes.

El dato que quizá no conoce tanta gente, no obstante, es que detrás de la peripecia de esta joven corista se encuentra una de las mentes más brillantes de la industria cinematográfica: Anita Loos (Sisson, California, 1889-Nueva York, 1981), escritora, actriz, guionista y dramaturga que gozó de gran prestigio en la época dorada del cine.
Una mirada dickensiana en Hollywood
La infancia de Anita Loos, primero en California y más tarde en San Francisco, no hacía presagiar una trayectoria en las altas esferas, aunque de algún modo le educó la mirada: su padre, un periodista con problemas con el alcohol, arruinó los dos periódicos de corte sensacionalista que trató de sacar adelante. Ella lo acompañaba cuando él se acercaba al muelle a pescar y charlar con los lugareños, una afición que alimentó la fascinación de la niña por los bajos fondos de la sociedad y, en particular, por las vidas de esas mujeres que no encajaban con el modelo de la buena esposa.

Gracias a los contactos de su padre, Anita y su hermana, siendo aún niñas, comenzaron a actuar en espectáculos teatrales. Tras la muerte de su hermana por apendicitis con solo ocho años, Anita continuó con ese trabajo, que se convirtió en el sustento principal de la familia. Sin embargo, lo hacía en contra de su voluntad: ella quería, desde pequeña, ser escritora. Ser la que maneja los hilos, no la que pone el cuerpo; una aspiración que, en los albores del siglo XX, parecía inalcanzable para una chica.

Siguió trabajando como actriz, pero sin renunciar a su meta. Después de graduarse en la universidad, logró publicar algunas crónicas de sociedad en publicaciones periódicas a través de un amigo, que las firmaba con su nombre. Su padre, que por entonces escribía piezas teatrales, la animó a probar suerte en ese campo, y de este modo nacieron sus primeras obras. Pero quizá lo más decisivo fue que, todavía en el teatro, Anita fue testigo del nacimiento del cine.

Aquel invento la cautivó. Sin que nadie se lo pidiera, se puso a escribir guiones, inspirándose en los ambientes que había frecuentado con su padre, desde las excéntricas celebridades del escenario a los buscavidas pícaros de la calle. Luego los enviaba a las compañías, y no tardó en ganarse sus primeras monedas con ellos. Con The New York Hat (1912) logró ser producida por primera vez, nada menos que de la mano de D. W. Griffith. El cineasta la contrató en Triangle Film Corporation; era la primera mujer que lograba un empleo estable como guionista.

En pocos años dejó atrás su vida como actriz, escribió cientos de guiones, se casó y se divorció de su primer marido, Frank Palma Jr, el hijo del director de una big band (para ser exactos, fue ella la que lo abandonó, sin darle explicaciones, porque se aburría con él), viajó a Nueva York y comenzó a colaborar con Vanity Fair. Un punto de inflexión llegó cuando conoció al que sería su segundo esposo, John Emerson, con quien formó un tándem exitoso como productores de cine mudo. Las películas de aventuras que concibieron juntos catapultaron al estrellato al actor Douglas Fairbanks.

El matrimonio Emerson-Loos tuvo, sin embargo, más sombras que luces –él le era infiel de manera reiterada y con frecuencia se llevaba los beneficios del trabajo de ella, ya que firmaban sus guiones de forma conjunta aunque en realidad los hubiera escrito ella–, pero pese a todo Anita continuó con él; según dijo años más tarde, porque con él halló la libertad de dedicarse a su vocación y de disfrutar de la vida social en las ciudades que visitaban, en las que trabó amistad con escritores y artistas como Dorothy Parker, Edna Ferber, Noël Coward, Robert E. Sherwood, Gertrude Stein y Alice B. Tocklas.

Su trayectoria no fue lineal: la pareja también escribió musicales para Broadway, Anita publicó sus primeras novelas y dentro del cine vivieron la transición al sonido. Los años veinte fueron pródigos con ellos, aunque, conviene insistir, nada es fruto del azar: Anita no dejó de escribir, y no se desalentó cuando algún proyecto no salió a flote (lo habitual, sobre todo en los inicios de la industria, cuando se rodaban películas muy breves por las limitaciones técnicas, era que la mayor parte de guiones no llegara a filmarse). A esa década pertenece, precisamente, el libro al que la autora debe su popularidad.
Un éxito inesperado
Al contrario que los guiones escritos ex profeso para la pantalla, Los caballeros las prefieren rubias (1925) no nació con tal propósito. Con el subtítulo “Revelador diario de una señora profesional”, se publicó por entregas en Harper’s Bazaar en 1925 y ese mismo año, por aclamación popular, vio la luz como libro (Boni & Liveright, Nueva York), en una primera tirada modesta que no tardó en reimprimirse. Tuvo una acogida sensacional, las ventas se mantuvieron durante los siguientes años, se tradujo a catorce idiomas y la autora recibió cartas de admiradores de la talla de William Faulkner, Aldous Huxley o Edith Wharton. No es de extrañar que tres años después publicara una continuación, Pero se casan con las morenas (1928), con los mismos resultados.

La novela, publicada en castellano por Alba en una edición que incluye ambas partes (2014, con traducción de Carlos Casas), narra en forma de diario las andanzas de Lorelei. Mientras que en el filme la comicidad reside en la sucesión de situaciones, en el texto la fuerza está en el estilo mordaz de Loos, esa habilidad para la sátira en una primera persona tan vívida y desprejuiciada que no es de extrañar que amenizara las tardes de los lectores. La joven Lorelei expone sus ideas sin recato mientras recorre las ciudades con su amiga Dorothy Shaw, menos sofisticada y no tan interesada en el bolsillo de los hombres.

¿A qué se debió el éxito? Corrían los locos años veinte, tiempo de bonanza económica, eclosión artística y cultural, liberación de costumbres; pero también de hipocresía, con la Ley Seca en Estados Unidos y el mundo turbio del mercado negro. Ese mismo 1925 se había publicado El gran Gatsby, otro retrato de la opulencia de un magnate bajo una aparente capa de frivolidad. Si bien la novela de F. Scott Fitzgerald está en las antípodas de la de Anita Loos en calidad, tono y concepción, comparten cierta perspicacia crítica a la hora de detectar las fisuras de una forma de vida que no tardaría en evidenciar grietas.

Los caballeros…, en cualquier caso, no pretende hurgar en la herida, sino divertir, hacer pasar un buen rato, tal como ocurría con los guiones de sus comedias. Si Loos encontró su sitio en la industria cinematográfica fue en gran medida porque supo idear personajes femeninos que permitían a las actrices lucirse, y eso incluía protagonistas políticamente incorrectas como Lorelei, aunque en este caso no estaba previsto que saltara del papel a la pantalla. Con todo, una primera adaptación llegó en 1928 –ahora perdida– y también a Broadway, en un musical del que se encargó la propia autora.

Trabajadora incansable, en los años treinta Loos trabajó para Metro-Goldwyn-Mayer, donde se inició con una adaptación que justamente tenía que correr a cargo de F. Scott Fitzgerald, pero que le asignaron a ella al no estar conformes con el trabajo del novelista. Se trataba de La pelirroja (1932), basada en la novela homónima de Katherine Brush, con Jean Harlow como protagonista. Otros guiones suyos fueron San Francisco (1936), de W. S. Van Dyke, Mujeres (1939), de George Cukor, De corazón a corazón (1941), de Mervyn LeRoy, y Lazos humanos (1945, sin acreditar), de Elia Kazan, esta última basada en Un árbol crece en Brooklyn (1943), de Betty Smith.

Curiosamente, no se encargó de la adaptación de Los caballeros… en 1953; en aquella época seguía trabajando, pero más centrada en el teatro. El equipo se inspiró tanto en el libro como en el musical, que sí había adaptado ella misma. Según dijo, le gustó mucho la película, y gracias a su extraordinario recibimiento la situó de nuevo en primera fila. Después de tantas décadas de trabajo abnegado, de tanto derroche de ingenio para hacer brillar a Clark Gable, Joan Crawford, Norma Shearer, Audrey Hepburn y tantos otros, se lo tenía bien merecido.
Animar a los lectores (en sus refugios atómicos)
Anita Loos falleció en Nueva York en 1981, a los 92 años. En un prólogo escrito para Los caballeros… después de la adaptación de 1953, incluido en la mencionada edición en castellano de Alba, la autora cuenta que en una entrevista reciente le plantearon lo siguiente: “Su libro se basó en una situación económica en la todavía inigualada prosperidad de los años veinte; si ahora tuviera que escribir un libro semejante, ¿qué tema escogería?”. Loos respondió: “Sin dudarlo un instante, me vi obligada a contestar: ‘Los caballeros prefieren a los caballeros’. También se basa en razones puramente económicas, es decir, en la insensata y criminal explosión demográfica que una naturaleza benévola procura contener por medios más agradables que una guerra”.

¿Qué tema escogería si tuviera que escribirlo hoy? Mientras rumiamos la respuesta, leer Los caballeros… garantiza, al menos, un rato de desconexión del ruido, el materialismo y el veneno reinantes. En ese mismo prólogo, Loos reflexiona: “Mi librito pasa, como obra de época, a manos de los nietos de sus primeros lectores. Y, si el espíritu de estos lectores necesita ánimos, mientras tiemblan de terror ocultos en los refugios atómicos de los presentes años, quizá las aventuras de Lorelei Lee sirvan para alegrarlos un poco”.

Hoy se habla mucho del riesgo de volvernos demasiado literales, de perder la ironía, de tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos. Se valora mucho la literatura sobre la violencia, los temas oscuros, en detrimento del humor. En este contexto, un verso libre como lo fue Anita Loos, con su lengua incisiva, desinhibida y mordaz, no solo divierte, sino que resulta, además, rompedora. Y eso nunca está de más.  

Vestido rosa, largo, sin mangas y con un gran lazo en la espalda. Guantes que cubren casi todo el brazo, pedrería en abundancia y el pelo rubio platino ondulado más famoso de la historia del cine. Suena una canción: Diamonds Are a Girl’s Best Friend. He ahí una de las escenas más icónicas de Hollywood, la que encarna Marilyn Monroe como la irreverente Lorelei Lee en Los caballeros las prefieren rubias (1953), la mítica comedia musical de Howard Hawks que Norma Jeane Baker coprotagonizó junto a Jane Russell.

Tanto si han visto la película como si no, quien más quien menos conoce aquella escena y tiene una idea de la personalidad de su protagonista, de la ligereza de esa Lorelei que va a la caza de un buen partido, esto es, de un hombre rico que esté dispuesto a satisfacer todos sus caprichos, entre ellos, claro, los irrenunciables diamantes.

 ElDiario.es – Cultura

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